Diario de León

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Ya saben que lo que no nombramos, no existe. El lenguaje es la herramienta para fabricar ficciones que luego se harán realidad o pasarán al país de los sueños rotos. Una ficción es todo lo que existe antes de que lo objetivicemos en palabras, algo así como el limbo de las ideas. Wittgeinstein ordenaba la filosofía de manera dicotómica y explicaba que la negativa era el fruto del embrujo al que queda sometido el pensamiento por obra del lenguaje.

El lenguaje es una fuente de magia, una magia tan potente que hace que creamos en lo que no vemos y, a este paso, en lo que no veremos jamás. Un ejemplo es la conciliación. Hasta que el Covid demostró que no era una simple gripe (aquí tienen otro paradigma del efecto mágico o, más bien, diabólico de las palabras), la doctrina de los políticos conjugaba esta (i)rrealidad con una desvergüenza cercana al discurso del charlatán. Todos prometían ajustar en sus programas medidas con las que padres e hijos pudiéramos conjugar el deber personal con el familiar. Nunca llegaba, pero ellos, la casta de seres que nos ordena cómo habitar las palabras que gestan la realidad que en cada momento interesa, la seguían utilizando. La conciliación se convirtió en un fetiche con el que adquirir una personalidad más septentrional y evolucionada

Sin embargo, su necesidad, la de ellos, ha dejado esta idea en la morgue semántica. Se han quedado desnuditos de todas las palabras que utilizaban para crear una ficción cuyo destino era precisamente ese, convertirse en la mejor ilusión de la política española.

Han abierto los bares, las oficinas, la construcción, las administraciones, incluso el fútbol está a punto de volver para adormecer la memoria de la ruina y poner en cuarentena el sentido común, pero somos el único país de Europa que sigue con los colegios cerrados y con los padres irreconciliados con su vida, de nuevo. Así que, sí, conciliación es una nueva palabra rota en manos de los proxenetas de nuestras esperanzas.

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