Diario de León

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Recuerdo unas palabras perdidas en una entrevista a Milan Kundera. Aún no existían las plataformas digitales, así que dudo que el algoritmo de Google, ese dios omnisciente que decide qué podemos leer y qué pensamientos deben coartarnos en aras de nuestra felicidad, la tenga enlazada. Decía el pensador checo que cuando veía las imágenes en blanco y negro de la ocupación nazi sentía nostalgia. La melancolía del recuerdo nos juega malas pasadas. No se refería Kundera a que añorara a los criminales genocidas ni, por supuesto, la guerra. El escritor hablaba del hecho de que esas fotografías le devolvían el eco de su infancia, la memoria de la vida perdida, esa que se te escurre como el agua entre los dedos, la que te deja solo ante la certeza del espanto.  

Ayer terminó una era para muchas generaciones. Entre ellas, la mía. Y no pude evitar sentirme un poco como Kundera. Tenía cinco años cuando murió el dictador. Recuerdo lo que pasó porque el franquismo forma parte, como la transición, de mi educación sentimental. Todos los que nacimos en los setenta estamos enlazados al siglo XX por el tuétano cultural.  

El cuerpo del hombre que ayer fue desposeído de todos los honores de jefe de Estado fue uno de los personajes que ‘tuteló’ mi infancia. Y lo hizo por las ausencias con las que horadó mi vida: a mi abuelo, un héroe de la tercera España que murió antes de tiempo por la cárcel en la que le encerraron, a mi abuela, su mujer, que se fue demasiado pronto por todos esos años de dolor, y a mi otro abuelo, un militar al que se comió el cáncer por las semanas pasadas con el agua al cuello — no es una figura retórica— en la batalla del Ebro. Demasiada aflición, demasiada épica, un concepto que, como diría Huxley, no se compadece con la felicidad. España cerró ayer el siglo XX o, al menos, comenzó a hacerlo. No estaría de más que este país se convirtiera en un lugar aburrido, que los niños no tuvieran que recordar nunca más las gestas del sufrimiento y el miedo como la película de su infancia.

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