Diario de León

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Sepárense un poco de su subjetividad y mediten cuáles son los apoyos que su ego utiliza para no perderse en este breve vagabundeo ¿Creen en alguien? No les he preguntado si creen en algo. Todos lo hacemos. Nos sostenemos en conceptos, ideales, actitudes, un verso que nos devuelve a la juventud, ese recuerdo que libera de la cárcel del miedo, el olor que trae de vuelta la infancia, aquel paisaje al que acudes cuando necesitas un anclaje en la eternidad, una voz que detiene el tiempo en seco, melodías que escuchabas cuando aún no comprendías que la vida es como la música, una composición efímera que se desvanece cuando empieza a conmoverte…

Es fácil creer en algo porque no es más que la perspectiva con la que conjugamos nuestro propio ‘yo’ (perdón por el pleonasmo) en relación al mundo. Pero ¿qué ocurre cuando el objeto de nuestra voluntad se desentiende de la mirada a la que nos obligan los otros?

A estas alturas, no creo en casi nadie; no soy capaz de reordenar mi lugar en el mundo más allá de mi propia subjetividad. Mi abuela siempre decía que no hay más verdad que Dios y los padres. ¡Cuántas veces me acuerdo de esta simple frase! ¡Cuánto pienso en la cantidad de significados que es capaz de concebir!

¿Quiénes son Dios y los padres más que la proyección de nuestro inconsciente? Dios y los padres, el lugar en el que nos refugiamos de la intemperie. Todos nos traicionan porque no somos capaces de despertar del ensimismamiento, de volver los ojos hacia fuera, de pensar que la construcción de la identidad es una trampa. ¿Qué somos? ¿Algo o alguien? No es lo mismo. A quien se conforma con ser algo sólo le importa la mirada del otro. Para ser alguien hay que tener la valentía de permanecer ajeno al ruido, solo, sin el ego que distrae del silencio interior.

Así que, la pregunta nunca debería ser en quiénes creemos sino quiénes creen en nosotros, aunque la contestación nos deje indefensos.

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