Diario de León

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Vivo a 200 metros de la casa que acogió mi infancia. Cada día, desde que comenzó el encierro, miró por el balcón y pienso que en ese lugar continúa habitando la vida de entonces, que aquel momento único sigue prolongándose por encima del presente, que las escenas se repiten obviando la trampa del tiempo, que aún somos esos niños, que esas paredes, como una caja de música, mantienen con vida las voces que ya no nos acompañan más allá de la moviola del recuerdo. La vida se ha detenido y regresa aquella otra. Cuarenta años atrás todo parecía posible. Ahora, apenas abierto el libro de 2020, podemos intuir que todo está a punto de terminar, que diciembre ya aguarda en el umbral, que este será un año sin verano.

Al menos nosotros hemos disfrutado de muchas tardes de sol, al menos la melodía nos duele por la memoria de un tiempo feliz. Pero hay una generación que ha huido demasiadas veces de la tormenta de fuego sin mirar atrás y que ahora se quema sin una mirada de dolor que les demuestre que sin ellos la vida será más oscura. Sentir la tristeza del que sigue adelante debe reconfortar cuando llega la representación del acto final. Hablamos de derechos, pero el pasado, que ahora regresa como un aliento invisible, nos ha vuelto a dejar claro que no, que hay algunos para los que la esperanza es una realidad paralela que ya nunca tendrán la oportunidad de conocer.

Son una generación arrasada, un pueblo al que la historia ha golpeado tantas veces que ya no siente las heridas, una promoción de hombres y mujeres que nació en la miseria y a la que ahora obligamos a morir sin misericordia. Ocurre siempre con los mejores, con los más poderosos, los más valientes, con los más generosos. Se sacrificaron para calentar los anhelos de sus hijos con la ilusión de que abrirían la puerta del progreso para siempre y ahora, en la ceremonia del adiós, se despiden con la certeza de que la utopía es una isla inalcanzable, que el final de la historia vuelve a derramarse entre sus manos.

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