Diario de León

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El martirio no consiste sólo en morir. Vivir martirizado es seguir, tanto tiempo después, sin una respuesta a los abusos sexuales sufridos a manos de sacerdotes que deberían haber sido —entonces, no ahora— expulsados de la Iglesia y que continúan bajo su protección. Un niño que ha sido abusado nunca deja de serlo. Siempre se refugiará en las mismas sábanas bajo las que cerraba los ojos cuando un monstruo nocturno tenía orgasmos con la violación de su infancia. Ahí siguen esperando justicia los que un día fueron alumnos del seminario de Astorga. ¿Y sus abusadores? También, ahí están, protagidos por el nuevo obispo de Astorga, que ya ha demostrado que no tiene intención de poner pie en pared y acabar con la aberración que sigue ocurriendo. Son mártires. Todos ellos, todos los niños que tiritaban de miedo cuando oían el sisibeo de curas pederastas, no dejan de sufrir por la frialdad — ¿dónde queda la fe, la esperanza y la caridad?— que la cúpula episcopal española ha demostrado hacia ellos. Cualquier persona sacrificada es un mártir, pero a estos nunca se les beatificará. Todo lo que les pasó resulta demasiado grimoso para las buenas gentes de Astorga y de León. Un antiguo alumno del seminario me lo contaba: «A mi no me tocaron porque era muy negro y muy feo, pero a los rubios... sufrieron mucho».

Dios no quiere recibir regalos; Dios quiere justicia y piedad porque el perdón tendrá que llegar después.

Creo que fue Alberti el que dijo —para justificarse de su despreciable loa de Madrid— que nadie sale indemne de una guerra. Yo creo que sí, que uno puede resistir a la violencia y al odio incluso en medio del terror, pero el caso de la infancia perdida de Astorga no debería convertirse en una batalla para la Iglesia. Basta con reconocerlo, pedir perdón y resarcir a las víctimas.

No hace falta que el decorado sea tan asombroso, ni la puesta en escena tan solemne. Lo único que quieren es que alguien les conforte y les de la razón. Los pecadores, por nuestra parte, tenemos que rezar por la redención.

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