Diario de León

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Un país en constante revisión está condenado al fracaso porque una cosa es evolucionar y otra muy diferente meterse en un bucle infernal, una especie de adolescencia maldita en la que renegar de los padres es la única manera de perderse en el narcisismo suicida. Recuerdo una portada de  Tiempo  ¿o era  Cambio 16 ? —¡cuando creíamos que la infancia pasaría pero la juventud se volvería aburrida— cuya portada glosaba al rey como motor del cambio. Esa alegoría, en la que Juan Carlos I aparecía como Fred Astaire, fue unas de las primeras equivocaciones del sistema con el rey.

Convertir a un jefe de Estado en una muñeca de porcelana hace que antes o después se rompa. Desde entonces, hemos confundido la institución hasta convertirla en la figura de un Belén napolitano que aparece y se esconde según interesa al que lo coloca.

El ahora rey —¿qué significa exactamente eso de emérito?— había sido un rehén de la historia perdida de España. Fue él, todavía como hijo de un príncipe despreciado, el que tuvo la valentía de poner en peligro su futuro para reponer el país en el camino de la democracia que Alfonso XIII vetó. ¿Creen que fue fácil? Yo tampoco.

Han sido cuarenta años en los que los españoles perdieron la vergüenza de serlo. ¿Gracias a quién? ¡Y mira que tratamos de aniquilarnos una y otra vez!

Segundo error: obligar al rey a pedir perdón. ¿A quién debemos la idea? Fue el símbolo de una nación entera de rodillas, una maniobra cursi de un grupo de imberbes que le sirvió a  la señora que tal  para comenzar su chantaje a España. Que la octava potencia del mundo esté en manos de una arribista es la demostración de lo imbéciles que somos, de los confundidos que estamos, de que el pragmatismo no se encuentra entre nuestros valores, de que la autodestrucción es nuestra Beatriz.

El próximo pecado sería que Felipe VI despojara al rey Juan Carlos de su título, un paso más hacia la insignificancia de España. Si seguimos perseverando seguro que lo logramos. ¡Ánimo!

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