Diario de León

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Quien mata a un niño debe morir. Punto. Así de crudo, así de terrible. Quien asesina a un niño debe ser borrado de la sociedad, de la misma manera que se elimina el pus, que se cercena un miembro gangrenado, de igual forma que se quema un tumor, así, igual, quien mata un niño debe morir.

Quien viola y asfixia a un niño y, después, trata de esconderlo, debe morir. No me voy a poner a la altura de los que piensan que un detritus tiene la posibilidad de reinsertarse, de la misma manera que no creo que a una bacteria mortal haya que mantenerla en un organismo para probar si es capaz de acostumbrarse a existir en su interior sin aniquilarlo. Todo este argumentario del deber social de domar a la bestia es tan antiguo como el mundo, pero la civilización (ya) no tiene nada que ver con la ética de la redención. Eso es una historia pasada, igual que el ministro Marlaska, igual que todos cuantos defienden aún que el mal debe tener una segunda o, a veces incluso, una tercera posibilidad.

Quien mata un niño debe morir. No me refiero a que deba ser apartado para siempre, encerrado; no quiero decir que su proyecto de vida —que no es otro que asesinar— tenga que ser paralizado en una celda con posibilidad de revisión, no. Quien engaña a un niño en un parque —durante un permiso en contra de la opinión de los psicólogos de la cárcel después de haber matado a un mujer y violado a una niña—, quien se lo lleva a su casa, le viola, le asesina y trata de destruir el cuerpo, quien hace eso debe morir.

Si convirtiéndonos todos en asesinos somos capaces de evitar que algo así vuelva a ocurrir, estoy dispuesta a cargar mi parte de culpa. La pregunta que debemos hacernos es si en ese metaverso en el que estamos a punto de entrar, existirá la posibilidad de parar al asesino antes de que pueda dar caza al próximo niño, aunque, la que debemos contestar es qué es más abyecto: ser un criminal o forzar al crimen a quien no está hecho para él.

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