Diario de León

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No es por casualidad que Valladolid se sienta cortesana. Tiene su por qué y para encontrarlo debemos buscar en los negocios del duque de Lerma que, a modo de los grandes halcones que hoy operan en la bolsa, decidió llevarse la capital a la ciudad pucelana y le vendió al monarca un palacio por el doble de lo que él estuvo dispuesto a pagar apenas un año antes. Lo mismo ocurre con el pariente pobre de San Isidro. Toda la vertiente de Lugueros sigue en la indigencia por decisiones puramente crematísticas, de cacique pueblerino, si quieren, que al final, la Diputación no es más que la casa de las prebendas, una institución ajena al tiempo, anquilosada en la noche del siglo de la desamortización, cuando quedó claro que el papel de la Iglesia estaba a punto de ser ocupado por los arribistas que acababan de dejar el pelo de la dehesa. Así que, ahí lo tienen. Un valle formidable, con accesos fabulosos a la estación, con un paisaje único y grandes pendientes para trazar las mejores pistas de esquí sigue sin desarrollarse después de 50 años. No hay más que ver cuántos pelotazos han dado muchos para saber que el parón que han sufrido todos los pueblos del valle, desde Lugueros hasta Redipollos, que toda la extensión de Vegarada continúa en el ostracismo por causas ajenas a las de la estación. Muchos dirán que nos merecemos lo que votamos, pero ¿qué sentido tiene seguir haciéndolo cuando no se gestiona el bien común sino los intereses particulares y clientelares? Si los responsables de una res publica no dirigen sus objetivos hacia la riqueza de la mayoría, es que el tiempo de Primo de Rivera no ha pasado. Aún queda por saber cuánto dinero del común se dilapidó en un negocio que iba a favorecer a una minoría y que terminó por hundirnos a todos. ¿Cuántos de los que han sido damnificados están dispuestos a contar lo que pasó de verdad? ¿Uno? ¿Ninguno? Pues así, que pasen cien años, aunque será mucho antes cuando todos seamos un rumor sordo.

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