Diario de León

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La televisión es hoy más que nunca un elemento de diferenciación social. ¿Conocen a alguien que la vea? La semana pasada se hacía pública la noticia del presunto abuso sexual en un programa de máxima audiencia. Desde que Léo Lagrange —los franceses, siempre— decidió que la vida no valía la pena sin el ocio, el tablero se ha modificado para que sea precisamente este concepto el que marque la frontera, la brecha de un modelo que cada día es más desigual. El tiempo libre se convirtió en una conquista social, en una excusa para que los que nunca habían pensado en ello se dieran cuenta de que ellos, también, podían conformarse como sujeto vital. La consecuencia fue que los cruceros y balnearios pasaron de ser un símbolo de elitismo a engrosar la lista de la vulgaridad y los  primus inter pares  comenzaron a pensar en el trabajo como el último reducto de la aristocracia. El PER fue sólo el principio de un tsunami económico que tiene en la renta garantizada de ciudadanía la última consecuencia de esta postmodernidad de la democracia.  

Así hemos llegado a este momento, en el que las redes sociales —termómetro de lo que somos como país— se llenan de tópicos sobre una presunta violación en  prime time.  Hasta aquí, la historia de los avances sociales en España.  

Las audiencias millonarias de esos programas son la temperatura de lo que somos como país. No hay nada que nos obligue a revelar nuestras costuras de manera tan burda: cientos de miles de telespectadores consumen mugre cada noche para llenar con ello el breve espacio de tiempo entre una nada y la siguiente.  

La única rebelión posible no llegará de mano de la política y no hay que recurrir al símil de Borges sobre la superstición para darse cuenta de que hay una nueva ola en marcha. La pregunta que hay que hacerse no es tanto quién mueve los hilos sino la responsabilidad que todos tenemos en el hecho de que la masa llene su (cada vez más amplio) tiempo libre en corrompernos a todos. El ocio que no se destina a pensar es dominación.

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