Diario de León

Editorial | Un retrato laboral de la provincia con muchas sombras y muy pocas luces

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La Encuesta de Población Activa del segundo trimestre del año que acaba de publicar INE deja para la provincia más sombras que luces, porque aunque subió la población activa, lo hizo en mayor medida el paro, si bien la fotografía más exacta de la situación laboral de León la retratan la tasa de desempleo (15,35%) y especialmente la de actividad (50,05%), que nos asienta a la cola del país. Son datos que están muy lejos no ya de ser buenos, sino ni siquiera aceptables: 30.000 desempleados, 3.000 más que en el trimestre anterior y 1.300 más que hace un año.

Es evidente que la crisis económica, particularmente agravada en nuestra provincia —muy dependiente de los sectores más afectados— por las restricciones y limitaciones derivadas de la pandemia y los desequilibrios arrastrados siguen lastrando enormemente la recuperación de la actividad empresarial y la generación de puestos de trabajo.

Y fiarlo todo a la esperanza de que los fondos europeos vayan a ser la panacea que resuelva la situación no sólo es ilusorio, sino un ejercicio de irresponsabilidad política. Lógicamente es exigible que se repartan con equidad objetiva, pero también que en esa distribución se consideren variables como la sangrante pérdida de población de una provincia para la que la pérdida de talento joven y el envejecimiento son losas muy pesadas. Y también lo es que esos fondos Next Generation, con los que se llenan la boca nuestros políticos, sirvan realmente para corregir, por la vía de las inversiones, los graves desequilibrios que limitan el crecimiento empresarial y la creación de empleo estable. Y ayuden a los autónomos y a las grandes empresas afrontar la transformación desde la exigencia de la digitalización y la concienciación verde.

A la clase política y a las administraciones bajo su gobierno hay que exigirles un reconocimiento del daño provocado a la mayoría de la población no sólo por la pandemia, sino ya antes, con la pérdida de recursos y de nivel de vida por prácticas fraudulentas y su incapacidad para prever la crisis y corregir la situación. Esa elusión de responsabilidades y la negación de la evidencia es intolerable, sobre todo cuando empieza a darse por superada una crisis cuyas consecuencias laborales —y también sociales— están dejando de ser críticas para convertirse en crónicas.

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