Diario de León

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Afirma Luis Landero en el titular de una entrevista: «El odio es más complejo y rico en matices que el amor». Extraña afirmación, en un excelente escritor con fama de buena persona. Acaba de publicar su última novela, Una historia ridícula (Tusquets). El odio es un sentimiento muy previsible, solo parece complejo en cuanto ignoramos el motivo que lo provoca. Una vez sabido exclamas: «¡Ah, era por esto…!». Como fuente de inspiración a mí se me seca pronto. La personalidad de Hitler, aunque hoy nos siga resultando inescrutable, no es más compleja y rica en matices que la de ese señor anónimo que se cambiaría por su mujer cuando ella sufre los dolores que la tienen postrada en la cama. Es el amor el enigma infinito de cada día. Nunca se llega a comprender las razones por las que se nos ama, por más que nos sean explicadas. «Ni con buenos sentimientos ni buenas intenciones se hace buena literatura», afirmó Gide y quizá él no logró hacerla con los suyos. Por supuesto, a ningún escritor le basta con tenerlos para darnos grandes obras. Pero sin ellos, Manrique no habría podido escribir Coplas a la muerte de mi padre , ni Cervantes el Quijote , ni Machado su Mairena . O Astrid Lindgren, su maravillosa Pippi Langstrump . Más allá de los logros técnicos o de estilo, plasmaron verdades a las que no se llega solo mediante la inspiración o el trabajo disciplinado. Y, por supuesto, distingo al autor de sus personajes.

No confundamos buenos sentimientos en literatura con el buenismo o con ingenuidad blandengue. La convicción de Landero tiene detrás un largo equívoco cultural: el de creer que las lágrimas son expresión más elevada que la risa. Depende de quién llora y de quién ríe. El avaro Scrooge fue el logro de los buenos sentimientos de Dickens. Más, claro, su inmenso genio literario. Todo es complejo en el corazón humano, no solo el odio.

«El amor es bastante simple, pues quieres a alguien y ya está, no tiene mayor misterio», afirma Landero en otra entrevista reciente. Vuelvo a discrepar. El odio puede destruir una montaña, pero no moverla ni crearla como hace el amor. Aunque también es posible que este juglar de columnas pertenezca ya a un mundo extinguido, en la realidad y en la ficción.

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