Diario de León

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No crea el lector que con tal título esta columna irá del resultado electoral en Madrid. Hay más victorias y/o derrotas. El pasado miércoles se cumplieron 200 años de la muerte de Napoleón Bonaparte. Uno de esos prebostes a los que uno no dejaría las llaves de la Historia. Otro que quiso ser Alejandro Magno. Un sembrador de muertes. Un gran líder, se me dirá. Eso insisten quienes creen en el ordeno y mando. A mi edad, ya solo admito el liderazgo del bien. El corso volvió a instaurar la esclavitud en las colonias francesas, se autoproclamó emperador, guerreó, nos invadió… También hizo grandes cosas, se me dirá. Pues sí, pero no compensa. Y quien lo dude, puede preguntarle a los fusilados en aquel mayo de 1808, tienen información de primera mano. O a cualquiera de los soldados franceses a quienes llevó a la muerte, o a matar. De crío, fui a ver con mi padre la película Waterloo . Al final de la batalla, un soldado anónimo clama ante miles de muertos y heridos, en un paisaje de fuego y horror: «¿Por qué nos matamos si no nos conocemos?». Cuánto mejor sería gritar «Amémonos, aunque no nos conozcamos». Al amor ya no le caben más condecoraciones en el pecho, pero tampoco otra magulladura. Pese a todo, ahí sigue como un eterno reenganchado, y ojalá no se nos licencie nunca. Nos quedan aún muchas batallas que ganar con su ayuda, o de las que —al menos— no salgamos derrotados en lo esencial

El mundo no necesita líderes napoleónicos, sino hombres y mujeres de bien. Gente normal trabajando por los demás, con corazón y razón. Por ejemplo, a mi hermana Almudena, que en Estados Unidos la acaban de nombrar «Trabajadora del año», en su Community College. Una líder. Así, sí.

En su Juicio Universal , Giovanni Papini pone en boca de Napoleón, ante el reproche que le hace un ángel de haber llenado de dolor el mundo: «Después de tantas empresas (…) de tantas victorias (…) tuve que confesarme a mí mismo, allá abajo, en la remota prisión oceánica, que yo solo era, al fin, un fracasado y un vencido». El florentino escribió dicho libro en 1907, cuando el siglo XX ni siquiera había empezado a llorar. Quizá hoy, el gran militar y estadista nos diría: «Desconfiad de los líderes como yo. Seguid solo al amor».

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