Diario de León

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Este año, la Semana Santa asoma antes por el horizonte. Precisamente, porque no se sabe si habrá procesiones. «No pretendí salvar la Navidad, ni ahora pretendo salvar la Semana Santa, solo pretendo salvar vidas», declaro días atrás nuestra consejera de Sanidad, Verónica Casado. Y tiene razón, si entendemos lo que quiere expresar. Por supuesto, la salvación de las actividades económicas que mueven no corresponde al sector sanitario. Y si nos referimos a lo religioso, ni una ni otra necesitan ser salvadas, pues —como ya he escrito antes aquí— son ellas quienes nos salvan a nosotros. ¿Sin procesiones no hay Semana Santa? Como creyente no lo percibo así. El hecho principal es la crucifixión, la fortaleza que nos inculca para sobrellevar los sufrimientos y tener esperanza. Comprenderlo ha de conllevar compromiso. Pese a su innegable carácter colectivo, tanto el nacimiento como la muerte de Cristo tienen su pilar maestro es nuestro interior, si bien mediante sentimientos de hermandad universal. En la verdad religiosa, lo que importa está siempre a salvo. Aunque no soy papón, católico es la única etiqueta que acepto ponerme, precisamente porque no me limita. Pero, sí, primero, las vidas. Vivir es sagrado.

No son los pasos, tan bellos y conmovedores, los que dan sentido a la Semana Santa, sino la fe. Es más, la ausencia de estos —por medidas de seguridad sanitaria— también puede ser vivida como una entrega fraternal de lo más querido. Si finalmente no hay procesiones, llénense los balcones de flores y de crespones negros, vuelen hacia el cielo rezos y silencios… pero no seamos irresponsables, pues esto sería — intuyo— lo último que Él nos pide. Ayudemos a quienes sufren en los hospitales, como enfermos o como sanitarios. Ayudemos a todos quienes están tratando de salvarnos, aunque algunas de sus decisiones sean impopulares. Dios no está en peligro; nosotros, sí. No es posible sanear la economía a cambio de enfermar o morir nosotros. Sigue habiendo gente sin mascarilla en las terrazas.

Nada indica que quede poco para superar la pandemia, aunque sí menos que ayer. Demasiados adioses, demasiada ruina, demasiada angustia. Y si de algo podemos estar seguros es que nunca hay demasiado amor.

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