Diario de León

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Aunque vivo cerca, llevaba años sin pasear por el parque Quevedo. Lo volví a hacer ayer. Qué espacio tan apacible. Aquí, los árboles te dejan ver el bosque. Me impresionó —de nuevo— la majestuosidad de algunos de ellos, a los que uno quisiera escuchar sus conclusiones acerca de la condición humana, aunque sean malas. Ni siquiera los más grandes, y lo hay enormes, te miran desde una altura jerárquica, sino con auctoritas. Su gran tamaño no es intimidante, sino protector. No los percibes como remotos antepasados sino como los hermanos árboles. Sí, ¿qué nos dirían si pudiesen hablarnos en nuestro idioma? En el suyo ya lo hacen. Me detuve delante de uno que tenía aspecto de ser el Einstein del parque. Le dije: «Esto del calentamiento global pinta mal, ¿verdad?». Su silencio lo interpreté como un sí. Pobre naturaleza, pobres nosotros. Según la leyenda, a Alejandro Magno le llevaron en la India ante dos árboles parlantes, que le profetizaron algo que él no hubiese querido saber: que moriría joven y traicionado. Para eso, es preferible el silencio de los del parque Quevedo, y su sin decir diciendo. Por tanto, dado que suelo pasear con mi mujer sería de agradecer que si un árbol me hablase lo hiciese en presencia de ella, así me ahorro contárselo en casa y la guasa de la incredulidad. De momento, ya le he echado el ojo al banco al que vendré a leer cuando sea un señor con cacha y gorra. Lo importante es llegar para contarlo.

Y me pregunté si esos niños y niñas que jugaban felices se acordarán cuando sean mayores de que fueron sus padres quienes les llevaron al parque. La inocencia es fugaz. ¿Cuándo esos padres regresen a la infancia les llevarán sus hijos al parque? Las raíces de la gratitud son sagradas, la savia del amor es sabiduría.

Me gusta vivir cerca de un parque, tener cerca un río y no muy lejos una biblioteca pública. Una fábula, quizá de Esopo, cuenta la invitación que le hace el ratón de ciudad al de campo, con intención de epatarlo con los ricos manjares que hay en la casa donde vive. De repente, en plena comilona, irrumpen unos gatos. Logran huir de ellos, pero tras el susto el de campo decide volverse a sus árboles campestres. A nosotros los gatos ya nos pisan los talones.

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