Diario de León

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Como el madero salva al náufrago, cada cierto tiempo una cita de Simone Weil viene en mi ayuda. Siento gran admiración por esta filósofa y mística francesa, quien concluyó que la única forma coherente de identificarse con quienes sufren es padecer junto a ellos. Eligió sufrir el trabajo extenuante en una fábrica, para que su fraternidad con los obreros fuese más allá de lo teórico. Pocos hacen hoy eso, pocos lo hicieron antes. Y sí, cada cierto tiempo una cita de Weil me ilumina. Esta me la ha recordado el poeta Antonio Merayo, a través de la red. Escribió la filósofa, en Echar Raíces: «Un niño que ve glorificar en las clases de historia la crueldad y la ambición; en las de literatura, el egoísmo, el orgullo, la vanidad y el ansia de destacar; en las ciencias, todos los descubrimientos que han trastocado la vida de los hombres, sin tener en cuenta el método del descubrimiento ni los efectos de esa transformación, ¿cómo puede aprender a admirar el bien?». Y añade: «En la atmósfera de la falsa grandeza resulta inútil querer recuperar lo verdadero. Hay que despreciar la falsa grandeza.»

Hay dos términos que me interesan en la cita: «verdadero» y «falsa grandeza». Si se deja de inculcar que hay verdades objetivas, se niega además la perversidad de la mentira. Se habla mucho de reformar de la enseñanza, sin comprender que la clave no está en los programas sino en los valores en los que se forma. Se falsea a los niños y a los jóvenes la verdadera ejemplaridad, la de la conducta, y se ensalzan meros modelos de triunfo competitivo. ¿Hay algo más inculto que un sistema que silencia a sus Humanidades?

¿Qué es lo verdadero? Tu corazón lo sabe. Verdaderos son, entre otros: Cervantes, Chesterton, Tolkien, Laurel y Hardy, John Ford, la Catedral, Picos de Europa, las canciones que cobijan. . . y Weil. Verdadero eres tú, cuando te percibes en la mirada de quien te ama.

Y sí, eso que llamamos Historia a menudo es solo «falsa grandeza «ordenada cronológicamente. Enseñemos lo verdadero, a admirar lo digno de ser admirado. No admires a Van Gogh, patrono de los perdedores, porque sus cuadros cuestan hoy millones de dólares. Admírale porque él mismo fue verdadero. Tu corazón lo sabe, o debería saberlo.

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