Diario de León

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Tengo una mala noticia para usted, lector: algunos no llegaremos a los 112 años que tiene nuestro paisano don Saturnino de la Fuente, ya el hombre más longevo del planeta. Eso son muchos agostos, aunque siempre hay quien tiene más que tú. Dado que soy incapaz de imaginar lo que es tener tanta edad les escribiré sobre mi sesentena, década aún prometedora pero en la que tampoco -admitámoslo- estás para muchas volteretas. De repente, recuerdas una conversación, una risa, un lloro, un perdón… y percibes verdades que un día te pasaron desapercibidas. Posiblemente, un biógrafo profesional no lo consideraría información útil en un libro sobre la vida de Aristóteles o de Churchill, sin embargo, de la mayoría de nosotros define quiénes somos mucho más que el currículo. Por cierto, no todos nuestros actuales errores son debidos a la edad. Hace dos columnas, con motivo del fallecimiento de la cantante Nanci Griffith citaba aquí la letra de From a distance y donde ella proclama «Dios nos está mirando» mi dedos escribieron «Dios no está mirando». Y no solo nos mira, sino que toma nota. Parafraseando a Mafalda: «¡Cómo puede un teclado equivocarse tanto!». Ahora y siempre.

En efecto, mi imaginación no alcanza a visualizarme de venerable centenario al que consultar. Dados mis saberes presentes los futuros únicamente han de darme para un solo sé que no sé nada, y esto tampoco es como para pasar honorarios. Cuando crees saber ya algo sobre la condición humana una inesperada lección, ingenuo de ti, te retorna al primer curso. El amor es el único que lo sabe todo, y también tiene sus lapsus.

No, no puedo visualizarme a los 112. Tampoco me veo a esa edad escribiendo esta columna, para que encima usted al leerme exclame: «Este, Aguirre, últimamente se repite». Qué bueno ha tenido que ser don Saturnino. Y seguir siéndolo. Por ello, achaca su longevidad a «vivir tranquilo y sin hacer daño a nadie». A mí esto me parece más creíble que lo de aquel otro paisano, que aseguraba haber alcanzado 108 años porque seguía haciendo el amor tres veces al día. Dejémoslo en dos. No volveré a sentirme mayor cuando en el karaoke me miren raro, por preguntar si tienen aquella de «Somos malos mala sombra». Un clásico.

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