Diario de León

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Se quejaba la abuela, apartada en el cuarto oscuro y silencioso. ¡Ay qué caray!, ¿Es que ahora no se muere la gente? ¡No abuela, ahora nadie se muere!, sonreía zumbón el rapaz.

En los frentes más penosos de la contienda, en los campos de batalla de las grandes ciudades, en las residencias de ancianos, cayeron los héroes a los que nos tocó llorar en duelos silenciosos y por los que en dos meses no encordaron las campanas.

Y es que encordar, en las antiguas provincias del Reino de León, era el toque de campanas para anunciar una muerte; término que todavía recoge el diccionario de la real casa de la lengua. No conozco su origen, pero sospecho que encordar es llamar al corazón del otro para comunicarle una noticia luctuosa, para juntar los corazones en un abrazo solidario, para hacerle frente a la muerte, en compañía.

Y en verdad que, a partir de ese momento, comenzaba el duelo de la familia, los allegados y toda la comunidad. Se amortajaba en la casa al fallecido, vestido con el mejor traje y, una vez traída la caja, se le colocaba en ella, aposentándola en un lugar amplio del hogar, por veinticuatro horas, como prescribía la ley, para que allí se le tributase el honor debido, entre llantos, lágrimas y rezos. Pasado el tiempo estipulado, a hombros firmes y robustos era portado el féretro desde la casa al camposanto, pasando por la iglesia.

El duelo se despedía, bien al salir de la casa del finado, tras los oficios en la iglesia, o a las puertas del cementerio, al acabar de darle sepultura. Era un apretón de manos a la familia más cercana, un gran abrazo o un par de besos y palabras de condolencia, e implorando entre creyentes la «resignación cristiana». Ese mundo fue cambiado por el más aséptico y cómodo de las funerarias y los tanatorios. Lo que nadie esperaba era que, en tan corto espacio de tiempo, tan solo un par de meses, tendríamos que vivir algo tan insospechado como dejar solos a nuestros muertos en manos de anónimos, pero valientes y animosos, «hermanos fosores», que siguen realizando su labor humilde, silenciosa y silenciada, de enterrar a nuestros muertos, porque estos muertos, son de todos, y mientras la mala nueva no sea para nosotros, nos limitamos a enumerarlos.

Las tradiciones mortuorias más ancestrales nos hablan de los ritos del llanto y el duelo por los muertos, comunes a todas las culturas.  La Odisea  recoge, tras el duelo feroz, llanto, canto y duelo por el enemigo muerto. La Biblia rememora el llanto y el duelo por el que, como un malhechor, fue doblegado y abatido en el Gólgota. Sobrecoge el doble duelo gitano de Lorca y de Martín Santos en su  Tiempo de silencio .

Apabullan las fingidas y oficiales plañideras, pagadas por aquéllos que no querían llorar. El brazalete en la manga de la chaqueta, la corbata, la saya y el velo negros, formaban parte del duelo que se expresaba en el gemido, el lamento y el quejido, el sollozo y el suspiro. El luto que se llevaba en la ropa, y el llanto que se estremecía en lágrimas, se ahogaban en lo más profundo del corazón. Mal podrá reír, quien no sepa llorar, sentenciaba el abuelo.

Después de repartir mi vida entre una dolorida España de posguerra, y una Centroamérica sensible al dolor de la muerte y, donde en verdad se lloraba a los muertos, me ha tocado vivir en un país donde se oculta la muerte, porque nos avergonzamos de que solo ella —para un norteamericano—, sea el gran fracaso de la vida humana. Con dolor lo digo, pero creo que algo similar vivió la España próspera de años pasados, ocultando con ramos de flores y mausoleos a los que dejábamos irse en silencio. Hemos aprendido de todo, menos a llorar, cuando en realidad hay momentos que hay que hacerlo, por hombría, agradecimiento y solidaridad. Me sorprenden los que creyendo educar, corrigen, «¡los hombres no deben llorar!». El problema es que los hombres no sabemos llorar, como si para nosotros no existiera el fracaso, el dolor, la pérdida, la despedida. Gritamos hasta desgañitarnos en los estadios, pero nos da apuro, ya de corbata y traje, que nos vean llorando a nuestros muertos.

Sumido en esta catástrofe universal, el mundo se está quedando sin lágrimas, sin poder despedir a tantos seres queridos como se van. Es cierto que cada familia siente lo suyo, pero eso no debiera aminorar el dolor de los demás, porque sufrimos días terribles que, más que de primavera, parecen de un otoño gris y  pasmao  que se va llevando, uno a uno, a los nuestros sin que encuerden las campanas, ni sepamos cuándo fue el adiós final. 

Por ahora, solo los gobiernos, a través de los medios informativos, nos han hecho llegar los números, y habéis tenido que ser vosotros los que hayáis puesto nombre, cara y lágrimas al anonimato de los caídos. En ocasiones hasta los números nos han ocultado, como si la ignorancia nos ayudase a buscar entre los vivos a los que yacen muertos. La imagen de docenas de ataúdes esperando turno en un tanatorio, apiñados en un sótano, o las fosas comunes en la isla de la Muertos, en Nueva York, no pueden hablar más que de tiempos difíciles, cuando la rima de Bécquer se hace más estremecedora. «Dios mío, ¡qué solos se quedan los muertos!».

¡Oh Dios!, ¿por qué todo esto? Y tú, mi hermana, desde el balcón vecino me increpaste. ¿Cómo te atreves a preguntar eso? ¡Porque yo soy su hijo, y Él es mi Padre!, te contesté. ¡No es malo preguntarle a Dios!, concluiste.

Siempre quise, en cada entierro que celebré, alabar las virtudes del finado, de las que sabíamos menos que de sus defectos. Hubo pueblos en los que, para la familia, el momento más delicado de la pérdida del ser querido era la angustia, esperando el sermón de quien fuera a tratar al suyo de «ateo, borrachín o ladrón», osando lanzar palabros en público, sin dar oportunidad para devolverlos.

Cada vez que escucho estremecido la estrofa, «en tu palabra confiamos/ con la certeza que Tú/ ya le has devuelto a la vida/ ya le has llevado a la luz/», me siento confortado, porque la única puerta abierta que le queda al hombre tras la muerte, es la fe en la Resurrección, y presumo saber que, en el corazón del pueblo creyente esta chispa ha prendido y se mantiene viva como llama inextinguible.

Mis queridos amigos, aquéllos que en los últimos meses habéis perdido a un ser querido, posiblemente cargado de años, de méritos y de invisibles medallas en los tantos combates del diario faenar, os ruego aceptéis mis disculpas por la tardanza en daros las más sentidas condolencias, por lo que hoy, quiero enviaros un gran abrazo y toda mi sincera empatía y consideración ante vuestro sublime y callado dolor.

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