Diario de León

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La dimisión de Boris Johnson está dando pie a un elogio del sistema político británico en general y de la normas con las que se rige el Partido Conservador, los Tories, en particular. La destitución de un primer ministro forzada desde dentro del propio partido tiene precedentes en el Reino Unido —pasaron por este trance Margaret Thatcher y Teresa May— y convierte este tipo de procesos en una rareza envidiable. Que si bien se piensa debería ser consustancial con el ejercicio de la política.

Si un político miente y hace que la mendacidad sea su seña de identidad no hay razón para mantenerle el cargo. A Johnson se lo han llevado por delante sus reiteradas mentiras. En realidad, la acumulación de mentiras porque ahora le han tumbado por mentir acerca de las fiestas que se celebraron en el 10 de Downing Street y por la ocultación de la conducta de indecorosa de uno de sus colaboradores pero no deberíamos olvidar que llegó a primer ministro apoyándose en las grandes mentiras sobre la UE que dieron alas al Brexit.

Volviendo a la cuestión de fondo que plantea una reflexión acerca del precio que deberían pagar los políticos por sus mentiras, hay que reconocer que trasladándonos a España la constatación de nuestra realidad conduce a la melancolía. A Boris Johnson le han forzado a apartarse su compañeros de partido por mentiroso, ¿podría pasar algo similar aquí? ¿Alguien puede imaginar que a Pedro Sánchez su compañeros le podrían exigir que renunciara tras haber mentido cuando dijo, hasta cinco veces, que nunca pactaría con Bildu o cuando negó que indultaría a los políticos separatistas catalanes condenados por sedición? Lo cierto es que nadie espera que algún día una reacción similar pudiera encabezar la crónica política española. En orden al precio político a pagar por las mentiras, España sigue siendo diferente.

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