Diario de León

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Algunos, tal vez muchos, a un lado y otro del abanico ideológico, empiezan a pensar que esta democracia, tal como la están configurando desde el poder, más que una realidad es una ficción social, reconocida y consentida, y que uno de los primeros objetivos es destruir al adversario como, por ejemplo, ha pensado Sánchez en relación con Feijóo, lanzándose y enviando a toda su cohorte a propagar los supuestos errores y carencias, «la insolvencia o mala fe» del adversario, en un momento en el que las encuestas, día tras día, refuerzan el crecimiento del líder popular y el descenso del gobernante socialista.

Se trata de buscar un culpable y distraer la atención sobre la expansión del conflicto antes de se vea la dura realidad. No es solo Feijóo el descalificado sino también los empresarios, las grandes empresas energéticas o tecnológicas y los medios de comunicación que no comulgan con «lo políticamente correcto». Es, sin duda un error, porque como dice Georges Lakoff, «limitarse a negar el marco del adversario no hace más reforzarlo». Y Feijóo se puede equivocar, pero tonto no es. La estrategia no es nueva.

Carmen Muñoz Jodar, una de nuestras más inteligentes analistas, ha hecho una excelente tesis sobre la Geopolítica del lobbyng —que espero que muy pronto se convierta en un apasionante libro— en el que analiza y recoge con rigor las distintas teorías y las diferencias entre el poder e influencia y su vigencia hoy.

Muñoz Jodar cita a Walter Lippman, cuando dice que «la función de la llamada opinión pública es fabricar el consentimiento de los ciudadanos con el fin de que acepten fácilmente las propuestas de los gobiernos. Si en los regímenes totalitarios la construcción de la opinión se lleva a cabo sin disimulo, de forma que las mentes más despiertas reconocen de inmediato el engaño, en las democracias se produce de un modo tenue e imperceptible para el que no aguza el oído. Puesto que se cumplen las condiciones formales de una sociedad libre y abierta, los discursos dominantes no se critican, muy pocos los ponen en duda para preguntarse si los sentimientos que suscitan son los adecuados, quién los propicia, por qué y con qué fines».

Por eso hay que crear una ficción a partir de hechos o elemento reales. La autora cita también, entre otras muchas, dos opiniones de peso, la de la filósofa Marina Garcés —a la que hay que seguir con mucha atención—, que señala que «hoy tenemos pocas restricciones de acceso al conocimiento, pero sí muchos mecanismos de neutralización de la crítica», a lo que habría que sumar la complejidad actual de la sociedad —desideologizada y desorganizada civilmente desde el poder para que los partidos asuman la única representación de los ciudadanos—, la confusión intencionada de los tres poderes, el vacío jurídico en muchos casos y, en otros, la hemorragia legislativa, o la televisión y las redes sociales como sustitutos de la verdadera opinión pública.

Dice Pierre Bourdie que «las instituciones son lo fiduciario organizado, la confianza organizada, la creencia organizada y la ficción colectiva reconocida como real por la creencia y convertida por lo tanto en hecho real...» Y remata Marina Garcés diciendo que «hoy lo que tenemos es una sociedad adulta, o más bien senil, que cínicamente a creer o hacer que cree lo que más le conviene en cada momento. Los medios le llaman a esto posverdad». Algunos políticos lo saben y tratan de aprovecharse de ello.

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