Diario de León

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Se sabe que la pandemia del Covid-19 ataca a las personas de edad madura más que a los jóvenes. Por las estadísticas actuales no se conoce a ciencia cierta el porcentaje de mortandad del tramo de edad más allá de los 65 años, aunque en algunas apreciaciones se estima que ronda los 15.000 fallecidos, es decir un 50% del total. Se cuentan los óbitos en residencias y no en hospitales, con lo cual la cifra sería mucho mayor. Esto se produce por la influencia del coronavirus en las personas de edad y, en algunos casos —creemos sin intención, aun por negligencia— por falta de atención.

Sea como fuere, si esto es de reseñar por el número de ancianos que fallecen, lo es más por decisión de alguna parte de la juventud de despreciar la vida de los viejos, llenado las redes sociales de panfletos despectivos sobre la ancianidad, enfrentando a las generaciones, extendiendo una obscena gerontofobia. A veces se atreven a decir que había que limitar la edad de voto hasta los 65 años o proponiendo que se extienda hacia la adolescencia desde los 16 años. Con ello, ocurren dos cosas: por un lado se enfrentan a las generaciones y, por otro, se conculca el espíritu de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Y diríamos que hay un enfrentamiento de generaciones al no aceptar que la Constitución de 1978, al decir que no fue votada por los jóvenes actuales Habrá que preguntarse si la Norma Suprema hay que cambiarla cada generación, cada 20 años y cuando se le ocurra a los dirigentes más chillones. La vigente fue votada por más del 80 por ciento de los españoles y consensuada por todos los partidos políticos, desde el comunista hasta el centro y los residuos del franquismo.

La segunda cuestión es que al obviarse por la edad, se está conculcando la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que en la Introducción del articulado se dice paladinamente: «…son los derechos inalienables de todas las personas en todo momento y en todo lugar: de personas de todos los colores, de todas las razas y etnias, discapacitados o no, ciudadanos o migrantes, sin importar su sexo, casta, creencia religiosa., edad u orientación sexual».

La no discriminación no se refiere solo al voto o al censo electoral. En una sociedad democrática es primordial que se atienda la vida, en toda su extensión, a los viejos.

Desde que Cicerón escribiera su obra  De senectute,  hasta la más reciente de la generación del 98, Unamuno con  Viejos y Jóvenes,  se ha tratado el tema de la vejez —recuérdese el Salmo 92: «En la vejez seguirán dando fruto»— casi siempre para ensalzarla, menos en estas circunstancias que parece se la ha olvidado. Los jóvenes deben de tener en cuenta que gran parte de la vida moderna que disfrutan, los libros que leen, la técnica que usan, ha sido gracias a los viejos, y que hoy les sostienen con las cotizaciones de antaño para subvenir a algunas prestaciones de seguridad social. La poesía que leen de Jorge Luis Borges estuvo escrita hasta los 86 años, Miguel Delibes escribió  El hereje  casi a los 80 años, Joaquín Rodrigo dio conciertos casi hasta su muerte a los 90 años, etc. Un respeto. Y tanto que miran a Europa, el Tratado de Roma, que se firmó en el año 1957, lo fue gracias a personalidades provectas: Adenauer 79 años, Monet y Shuman, casi 70.

Por otro lado, existe una juventud que arrumba lo hecho y desea mandar —la efebocracia —la mayoría de las veces sin ninguna experiencia, únicamente con el afán del cambio. De los jóvenes decía el citado Unamuno: «Hay en nuestra juventud mucha soberbia fingida» ( Almas jóvenes , 11). Son los que tiene mucha prisa. Cambiar lo viejo, olvidarse de lo tradiciones, de los andado. Quieren pasar del bachillerato a la moqueta de los ministerios, del analfabetismo a dictar normas. Cierto es que no todos los jóvenes son petulantes ni todos los ancianos son necios, como argumentaba Cicerón en  De senectute,  pero los que acceden tan imberbes a un puesto de mando se les oye decir que se acerca «una nueva realidad»

Esto de los «nuevo», del «hombre nuevo», del «nuevo orden», es —valga la contradicción— un tema manido y muy antiguo, una idea que se propagó por el nazismo, que lo denominaba un «nuevo orden nazi» (Neuordnung); lo mismo por el comunismo, que el guevarismo lo denominaba «un nuevo tipo de sociedad y de hombre». Siguiendo la teoría leninista de que la materia es lo primero y en la creación del hombre nuevo «el espíritu, la conciencia, las sensaciones, lo psíquico, es secundario».

La nueva «efebocracia» que proponga una «nueva realidad», nos está metiendo en la trampa de destruir lo antiguo (los viejos), de crear la psicosis peyorativa de que lo conservador no es progreso. Alguien que dice que quiere un hombre nuevo o una nueva realidad, es que quiere modelarla a la imagen de su ideología.

Quizás prometiendo prebendas o subvenciones materiales, olvidándose de los valores perennes de la persona como ser espiritual. Y me acuerdo de aquellos versos que decían: «…el político se mea encima del anciano/ y una vez bien empapado/dice que es la lluvia social la que atormenta».

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