Diario de León

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Cualquier tonto contemporáneo está convencido de que la realidad cambia, no cavilando sobre los problemas, indagando las soluciones más apropiadas y poniéndose a trabajar, sino denominando a la realidad de otra manera. La tontería contemporánea es interclasista, ya saben, y afecta lo mismo a analfabetos funcionales, ministros, ricos, pobres e incluso socios de equipos de fútbol rivales.

Los economistas, ante los resultados adversos que habían previsto, en lugar de reconocerlos y hablar de retroceso o de pérdidas, le llaman «crecimiento negativo», que es algo así como si a un enfermo que empeora lo calificaran de mejoría adversa.

En las últimas semanas hemos asistido al cambio de significado del verbo «derogar». Durante bastantes lustros derogar significaba, según el Drae, «Dejar sin efecto una norma vigente». Tras el manoseo político acerca de la reforma laboral, que PSOE y Unidas Podemos pactaron derogarla, se han encontrado con que la UE se muestra reticente a entregar préstamos o dádivas si derogan precisamente lo que ha logrado que en el mes de octubre no haya subido el paro. Así que los políticos, convertidos en aprendices de filólogos a tiempo parcial, ya admiten que derogación pueda ser «modernización», «reforma», «actualización»... etcétera. A lo mejor, dentro de poco escuchamos a un amigo decir «voy a derogar mi agenda», que no es que la vaya a cambiar por otra, ni que vaya a tirarla, sino que se va a quedar con ella, pero añadiéndole más datos.

La subnormalidad intelectual —por debajo de la normalidad— no ha recibido más ayudas económicas, ni sociales, pero se le ha ido cambiando el nombre, y pasó a denominarse «discapacidad intelectual», y ya, los progresistas avanzaron un poco más y, ahora, hay que decir «persona con discapacidad intelectual», que es algo así como denominar a un catedrático «persona que es titular de una cátedra».

En la posguerra, el eufemismo era más brutal y sincero. Al soldado que había luchado en la zona nacional, y una granada o un disparo le habían arrebatado una pierna, se le llamaba «caballero mutilado». En cambio, la misma persona, con el mismo perjuicio, que había tenido la mala suerte de luchar en el bando republicano, no pasaba de ser «un jodido cojo», sin ayuda, sin pensiones y sin medallas. Tiempos brutales, sí, pero sin disimulos.

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