Diario de León

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La España que dejó Zapatero está celosa de la España de Luis Enrique. Mal asunto, porque el cainismo tiene la misma cura que las dentelladas del lobo. La España de Luis Enrique recibe embestidas por la misma razón primitiva que motivó la lluvia de piedras sobre la cabeza de Abel, el bocado a la mano que da de comer, la patada al perro del vecino, la bilis contra lo que no se puede dominar. Pasamos de aprender de memoria el callejero de la ciudad del bajo Nilo donde veraneaba Al-Ghandour tras la fechoría del Mundial de Corea al júbilo desatado por el gol en fuera de juego de Embapé. No pasa nada. Es andancio. La devoción por las vírgenes lejanas define desde hace años a la facción castellanista de la política provincial, que jalea sin rubor y maravillada cómo esponjan los bizcochos en el horno de la Junta. Y hasta ahí, la evolución y la perspectiva. La España de Luis Enrique hace pupa agarrada al rigor de la tenacidad y de las ideas firmes, contra viento y marea, y opiniones mediáticas de las teles italianas que jalean al gobierno de Vichy, a los mozalbetes argelinos con recorte magrebí en la barba y figurantes de los cuentos de Aladino criados en las barriadas de Marsella, guiados por la máxima de que quien juega ancho, juega profundo, por el empuje de futbolistas tiernos con tesón. La juventud que no va a recurrir a la paguita para la subasta del voto cuando cumpla los dieciocho. La España que dejó Zapatero se desentiende de sus pieds-noirs y se manifiesta los domingos muy de mañana en pabellones coquetos, para celebrar el rescate de las garras del fascismo y otras cuestiones de macroeconomía que ni fu ni fa en un territorio que emigra por sistema para poder comer desde el año glorioso de la victoria. El plan Oeste ya está entre las obras de referencia de la literatura fantástica, y ahora es fuente de inspiración para el copia y pega de los discursos de unos de Burgos que emplean la primera persona del plural para referirse a la extrema necesidad que el sistema que amparan ha creado en León. Esta tierra, dicen. Como los afrancesados de la España que dejó Zapatero cuando se encuentran con la España de Luis Enrique en un vagón de metro y se lían a patatas en la cabeza para resolver un problema que por las noches carcome las entrañas de la civilización: es talento o medianía. Sumisión o libertad. Y hay que elegir.

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