Diario de León

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No hay euforia más justificada que la luz de final de febrero; más acreditada, aún, si se anuncia entre trompetas y clarines que avanzan el fin de la primera emisión del invierno, cuando la lumbre no basta para contrarrestar a las estrellas, ni la luna llena es capaz de hacer mella en las borrascas. Amaneceres de esplendor, días nítidos que obligan a empatizar con el centurión que se presentó con las legiones a las puertas del Astura y, al volver la esquina del Porma, no pudo contener el impulso de picar espuela; si a Carisio le cegó el fondo de pantalla, imaginen el golpe de envidia que se zampan hoy los recaudadores de la yunta que vienen a por los tributos, cuando en el balcón de Lancia, sobre la autovía que han comenzado a desplegar para facilitar el saqueo de los pinares leoneses, contemplan la maravilla de la naturaleza que obliga la vista al norte desde el inicio de los tiempos. No todos los muros tienen el propósito que levantó el de Berlín, ni el objetivo pernicioso de otros telones de acero; hay murallas fascinantes, que se amasan con ternura maternal, aunque a lo lejos parezca que tienen alma de granito y vocación de cantera, arnés de presa de embalse colonial, recurso para falaces políticas naturalistas. La luz de febrero ilumina el norte, el nuestro, que siguen las aves mientras navegan orientadas por la guía del viajero que editó la vía láctea, entre el parloteo incontenible de los patos y el ladrido estridente de los gansos; ese es el proverbial jolgorio del silencio de la oscuridad que precede a la nueva vida; la eclosión, tras el punto del rocío. Nada mejor que una manta de frío para albergar el calor de la memoria. Lo sabemos en León, a fuerza de mirar a ese velón que nos ampara desde antes de aquel episodio del desafío al creador. Si mordimos la manzana, era de reineta; única variedad posible entre la cadena bajo cero que, en pleno episodio de inversión térmica, hace tiritar a los estambres. Preludio de vida mientras el haz bíblico de febrero nos acerca la cadena de crestas leonesas, colmillos de nieve, listos y afilados para darle un bocado al cielo azul que creíamos perdido. Otra cosa que no cuentan los noticieros, cautivos por la doctrina mesetaria, que dicta dónde debemos mirar; capaces de inventarse una cordillera con tal de no mentar a los Montes de León.

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