Diario de León

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El abril leonés es la tierra de Judea en mitad de los imperios, el pasillo entre dos mundos al que los conquistadores acuden a desahogar sus ansias expansivas. A veces, es posible encontrar un trozo de abril extraviado por una tarde marzo, y hace creer que el hombre nació para dominar el tiempo, a gusto de sus necesidades emocionales; como quien dice, que busca paz y se da de bruces con una flor azul en mitad del asfalto mientras apura la marcha para que cunda el paseo por la ruta urbana del colesterol. Los abriles de León esconden el adn del año, la microbiota que saliva el aspecto de las cosas, con ese tono de ribetes plateados que adquieren los cuerpos cuando chocan con el prisma luminoso de estas mañanas crecederas para que el peregrino sepa con certeza qué hacer, si subir o bajar por la escalera; ascender al siguiente escalón y exponerse a la crudeza de la verdad que atenuaron las mentiras del sol radiante que no se aguanta en mangas de camisa; o amagarse bajo la claraboya, y esperar a que el cielo no devuelva todo lo escupido de punta. De ahí, los abriles perdidos que empleamos en buscarnos. El tiempo de abril lo borra todo; y lo que no borra, lo remarca; el horizonte, por ejemplo, que despeja de las medias tintas grises que escaparon de la caldera del invierno, de los parches acartonados de las lomas que se abren por los surcos que marcan la senectud, la inteligencia madura, los rincones caducos, y deja emerger el amarillo de la modernidad de la campiña, y el verde albahaca que cuece los granos antes de la espiga. Sin abril y su intercesión divina, en vez de mayo vendría julio, y una catástrofe para la salud mental de quien aguarda avecillas que leen poesía a sorbos de té caliente y se encuentra con un Deuteronomio para rumiar de noche, cada vez más corta, los avatares del día, cada vez más largo. León tiene sin explotar y sacar el unto de la promoción a esos momentos de abril que tiran de brida al caballo de la primavera, al galope desatado del aluvión que ocurre cuando el cuclillo da la hora cada cuarto, pintan sombras en las alamedas del Bernesga, los pavos asaltan los tejados del Crucero, y el ocaso se jugaría la noche por un amanecer en la Candamia. Más este abril que ningún otro antes, con las FFP2 que permiten emboscarse fuera del gentío. A pesar de los ojos que nos ven; a pesar de los ojos que no dejamos de mirar.

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