Diario de León

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La urz es un paraguas (la de Omaña, también); como el urogallo, ampara un espacio, ajeno a todo aquello que el hombre patentó para la vida fácil. Hay robles en las heráldicas leonesas; castaños; tejos, arraigados en la memoria común. Nogales, que entre junio y octubre no dejan pasar un gramo de sol, hasta lograr en el pie un efecto inverso al de la sauna de la canícula. La urz genera prejuicios, víctima del mismo acoso silencioso que sufrían los que tenían hoyos de viruela o los hijos de madre soltera en la España que no blasfemaba. Hasta los partes de incidencias de los incendios están plagados de desaires; ardió una hectárea de pinos y trescientas de monte bajo y matorral. Monte bajo, dicen con la arrogancia de los forasteros altivos sobre la mayor factoría de fragancias que guarda la provincia de cintura para arriba; escalera de color, de malvas y albares, azul, a veces, en réplica de la tarde despejada de las vísperas de las Nieves de agosto, que trae el primer día, la primera semana, el primer mes del invierno a las lomas leonesas que abren campera entre masa y masa forestal. La urz es el seudónimo del brezo que aparece en las etiquetas de la miel. El último tajo, el penúltimo estambre que queda en la península, y que convoca cada estío a miles de centurias laboriosas acuarteladas en colmenas trashumantes (ya veremos si nuestros políticos avispados logran que esa miel se comercialice como producto de León, peritaje al nivel de la vaca del Pirineo que pastaba en Navarra y daba la leche en Francia), cuando allende Matanza no queda otra flor que la de los girasoles, y el sudor de los robledales da para pasar el calvario que impone la canícula hasta que la urz, la diosa urz, su majestad, la urz, abre esos pétalos que son rosales en los abesedos, a la puerta del sanmiguel que enseña la patita después de cada amanecer más perezoso. Lo que liba León cuando a la savia le llega la hora de la retirada a los raigones del roble se llama urz. Cabeza de la familia numerosa de las ericáceas, capaz de transformar los suelos más ácidos de esta tierra en el almíbar que enloquece a las abejas tanto como la retama que inciensa el monte salpicado de rocío. Y de la cepa, saca cucharas de madera para comer las sopas de ajo en chozos de cinco tenedores en la costa de las mogueras.

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