Diario de León

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Dicen que con esto de la pandemia el foco de lo que importa estéticamente se ha concentrado en los ojos. Al fin y al cabo es de lo poco que se nos ve. El negocio de la apariencia medra en las constreñidas restricciones del contacto físico en torno a este pequeño y siempre conflictivo pedazo de piel, y deja de lado frívolas prioridades de imagen que hasta que el jodido covid arrasó nuestras vidas parecían primer mandamiento del catecismo de la obligación de la eterna juventud. Por ejemplo, un morrete relleno y suntuoso hasta la extravagancia. Ahora no valen pucheros de pose. Ya puestos, ni siquiera mascarilla de diseño. Toca profiláctico universal en la cara y homewear hasta para las menguadas y frioleras relaciones sociales. Vamos, que a parte del guiño estamos de andar por casa y punto.

Y, sin embargo, muchas veces entre el aseado abandono (que hay cosas que no son incompatibles) y el minimalismo de la decoración personal al que obligan las máscaras, confinamientos e impuesto luto por la situación emergen necesidades tan personales como irrenunciables. Llámenlas frívolas, yo qué sé. No por ello menos sanadoras para la maltrecha autoestima.

Yo misma hay días que me paso por el forro la tristeza del look obligado por la pandemia. Invadida por la impuesta austeridad me contemplo muy sobria ante el espejo, pero al final le saco la lengua, le hago una pedorreta y un corte de mangas y me pongo las restricciones estéticas por montera. Desenfundo entonces mi rojo Chanel más canalla y me tatúo un labio de guerra sin complejos ni tapujos. ¡Se acabó la miseria! Pero por qué, si nadie llega a verlo.

Cuentan la historia de un hombre (tantos en realidad) que a diario pasaba las tardes en el centro donde su mujer navegaba en el infierno del alzhéimer. La acompañaba, cogía su mano y hablaba de lo vivido a su mirada perdida. Intenta hacer tu vida, le decían, ¿no ves que ella no se da cuenta de que estás aquí todo el tiempo? «Ella no lo sabrá, pero yo sí», contestaba él, incombustible.

Ayer mi encantadora vecina me soltó: «¡Hoy tienes el guapo subido!» Le sonrieron mis ojos por encima de la mascarilla. Ella no sabe por qué. Debajo del filtro mis labios, muy rojos, dibujaron un gesto pícaro.

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