Diario de León

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Salí tarde de trabajar. Estaba tan cansado que nada más sentarme en el metro, me quedé dormido. Cuando desperté, había pasado mi estación. Me apeé y esperé en el andén a que llegara el tren de vuelta, pero enseguida vi en la pantalla informativa que el servicio había terminado. Entonces consulté el plano. Estaba lejos de casa, demasiado lejos como para volver andando. Además, llevaba muy poco tiempo en la ciudad. Solo conocía mi barrio y los alrededores de la oficina donde trabajaba. No habría sabido qué dirección tomar. Salí a la calle y me vi envuelto en una masa de edificios extraños y oscuridad. Caminé un buen rato buscando una avenida concurrida donde parar un taxi, pero cuanto más avanzaba, más perdido me sentía. De pronto me di cuenta de que tampoco hubiera sabido volver a la estación. Entonces, al final de una calle estrecha y mal asfaltada, vi unas luces y pensé que quizás se tratara de un bar. Antes de llegar, distinguí una cruz de neón en la puerta. Aquello era en realidad una iglesia. Me pareció extraño, porque en esta región del mundo no hay apenas cristianos. Entré. Frente al presbiterio, de rodillas, una mujer rezaba. Era la única persona que había en la nave. Parecía dirigirse no al Cristo, sino a una Virgen con los ojos brotados de lágrimas rojas como el carmín. No la interrumpí. Esperé a que terminara. Cuando se levantó, le pregunté si podía indicarme dónde estaba la parada de taxi más cercana. Pensó durante unos segundos y me dijo que cerca no había ninguna parada. Entonces le expliqué mi situación.  

«Puede hacer que vengan a buscarle desde el centro, pero le saldrá muy caro. ¿Por qué no se queda aquí a descansar y regresa en metro por la mañana?». En un primer momento me pareció una idea horrible. Pero al darme cuenta de que no tenía una opción mejor, no me pareció descabellado aceptarla. La mujer me deseó buenas noches y se fue. Antes de salir, se giró y me preguntó si creía en Dios. «La verdad es que hace muchos años que no me lo pregunto -le contesté-. Supongo que eso significa que no». Meneó la cabeza como si mi respuesta estuviera confirmando sus sospechas. «Me ocurre lo mismo. Y ya ve, cuando me pierdo acabo aquí. Como usted». «¿Y sirve de algo?», le pregunté. «A usted hoy no le va a servir de nada -me respondió-. Pero a mí sí».

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