Diario de León

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Aún no había anochecido. Estaba escribiendo en mi cuarto cuando una gota de sangre cayó sobre el papel, que seguía, salvo por un par de líneas, en blanco. Más que caer, impactó, como un insecto en la luna de un coche una tarde de verano. Me llevé la mano a la nariz, pensando que vendría de ahí, pero estaba equivocado. Fui al baño a mirarme en el espejo, y en vez de una herida, descubrí que se había fundido la luz. Recordé que en algún sitio tenía bombillas de repuesto. Busqué en los cajones del mueble del salón, en los del recibidor y en los de la cocina. Como no encontré nada, fui al dormitorio, abrí el armario y me di cuenta de que estaba prácticamente vacío.

Entonces traté de recordar algo. Más bien, era como si no lograra alcanzar una imagen que se había perdido en mi memoria, pero que a la vez veía perfectamente: la acariciaba con la yema de los dedos sin llegar a apresarla. ¿Había vivido alguna vez con alguien en aquella casa, una mujer que en algún momento se marchó sin que yo llegara a darme cuenta? Me vestí y salí para preguntarle al portero si él recordaba a mi pareja. Y a medida que el ascensor descendía, empecé a temer que mi pregunta sonara extraña. Al llegar al portal ya había desechado mi plan. Me dirigí a la calle, y al pasar por la portería vi un cartel que anunciaba una misa por el fallecimiento de un vecino. Era a esa misma hora, pero del día siguiente.

En cualquier caso, fui hacia la iglesia y de camino, mientras recordaba que aquel hombre nunca me resultó simpático, un joven me ofreció una invitación para tomar una bebida en un bar que acaba de abrir una calle más abajo. Allí fui y el camarero, al verme entrar, me confesó que se les acababa de estropear el grifo de cerveza. Y aunque por entonces yo había dejado de beber, le di la gracias y me despedí. Pero justo antes de salir, comenzó a sonar una canción que me encanta y me quedé ahí quieto unos segundos, hasta que alguien, al abrir la puerta, accidentalmente me golpeó en la cara. Me llevé las manos a la nariz y al mirarme las palmas, estaban llenas de sangre. «¿Estás bien? Lo siento mucho», se disculpó. Era una chica muy hermosa. Parecía preocupada. Le sonreí y le dije que no pasaba nada, que estaba bien. «Tranquila, no te preocupes. Es solo que no sé de dónde sale toda esta sangre».

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