Diario de León

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Cuando sonó el teléfono, había escrito la primera frase de un cuento: «El reloj de pared, que llevaba parado desde el día del terremoto, había vuelto a funcionar sin motivo aparente». Nadie llamaba nunca a ese número, así que tardé dos tonos en darme cuenta de que aquel timbre no procedía de la casa de los vecinos. Descolgué y antes, de decir nada, oí una voz que me preguntaba si estaba ahí. «¿Estás ahí?». «Sí, supongo que estoy aquí». «Espérame. Ahora mismo voy». No reconocí la voz hasta que hubo colgado. Luego, una bocanada de frío industrial me golpeó, como cuando abres un arcón congelador. Era mi amigo, al que habíamos dado por muerto meses atrás, cuando, tras un tiempo desaparecido, la policía entró en su casa y encontró una carta de despedida. Por una serie de circunstancias legales que no sé explicar, ni yo ni ningún amigo común había logrado enterarse del mensaje de la carta, y hasta ahora los motivos de su desaparición quedaban al arbitrio de los rumores y de las especulaciones. «¿Está vivo?» me pregunté. «O esto es un sueño, o me he vuelto loco». Fui al baño y me mojé la cara. Luego me asomé a la ventana y esperé a que llegara. Encendí un cigarrillo y cuando lo terminé, otro y otro mas. La calle estaba vacía y con un aspecto más gris que de costumbre. Tuve la sensación de que, en vez de mi amigo, vendría su fantasma. Y el miedo que en principio sentí, declinó en tristeza. ¿Por qué había estado tanto tiempo desaparecido? Tras su funeral, me culpé por no haber estado a su lado, por haberme distanciado tanto de él que incluso la idea de que se suicidara me resultaba inverosímil. «Si continuabais siendo amigos era precisamente porque no os veíais», me dijo un día alguien cercano a ambos. Me lo tomé como un reproche, pero ahora, bien pensado, entendía que era todo lo contrario. Para honrar su memoria, o para eximirme de culpa, escribí algunos cuentos dedicados a él y al suicidio. A veces hablaba también de un bosque en el que vivía un mapache, que nunca supe qué representaba. «Quizás el mapache es la esperanza de que esté vivo», pensé mientras miraba a la calle, por donde no pasaba ni un alma. Entonces sonó el timbre. Antes de ir abrir, miré la hora. El reloj de pared, que llevaba parado desde el día del terremoto, había vuelto a funcionar sin motivo aparente.

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