Diario de León

Nacho Abad

Todo nuestro oro

LE BIG MAC | Al llegar al cabo, consultamos el mapa que ilustraba una de las primeras páginas y caminamos en dirección a la playa. Sin embargo, allí no había playas, solo desfiladeros de piedra volcánica

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La carretera de la costa resultó ser, en realidad, un camino de tierra batida sembrado de baches que nos condujo por paisajes hermosos, tanto que en algunos momentos llegué a sentirme incómodo, insignificante y breve como un microorganismo que viviera sin llegar a comprender el mundo que habita. El viaje, o la excursión dentro del viaje, formaba parte de un juego. La noche anterior nos habíamos alojado en una casa de comidas que alquilaba camas. En nuestro cuarto, sobre una de las mesitas de noche, junto a un colchón que apestaba a lana mojada, había algunos libros, tan poco estimulantes que para pasar aquella larga tarde de noviembre optamos por leer a medias -un capítulo cada uno en voz alta- una novela juvenil sobre piratas. El texto, más entretenido de lo que cabría imaginar, narraba la historia de un tesoro escondido junto a una playa en el cabo oriental de la isla en la que estábamos. No dormimos hasta terminarla. Por la mañana, ella lanzó el volumen a la maleta y la cerró a toda prisa. «¿No se te ocurrirá robarlo?», le dije. «Vayamos hasta esa playa», contestó. Había amanecido bajo una lluvia triste que nos acompañaría hasta mediodía. Al llegar al cabo, consultamos el mapa que ilustraba una de las primeras páginas y caminamos en dirección a la playa. Sin embargo, allí no había playas, solo desfiladeros de piedra volcánica. «Todas las playas también son de ficción», bromeó. «¿Decepcionada?», dije y no respondió. Nos quedamos un rato callados, escuchando el monótono vaivén del mar, que es el sonido de la soledad. Pero no estábamos solos.

Unos metros más abajo, acurrucado entre las piedras, al borde de un precipicio, vimos un cuerpo menudo y frágil. Aunque gritamos, parecía no oírnos. No sin dificultad, logramos llegar hasta allí y descubrimos a una anciana ensimismada y tiritando de frío. Entre los dos conseguimos que subiera y nos ofrecimos a llevarla en coche hasta su casa. «Estoy bien. Simplemente me he desorientado», nos dijo. Pero insistimos en acompañarla. Condujimos hasta un pequeño pueblo a pocos kilómetros y la dejamos a la puerta de su casa. Nos despedimos, subimos de nuevo al coche y comenzamos el regreso. «¿Crees que quería hacerlo?», me preguntó mi chica. «¿Hacer el qué?», le respondí. Pero no continuamos la conversación. Ni siquiera volvimos a hablar durante el resto del trayecto.

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