Diario de León

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Pulsé el botón del mando de la llave y, en vez de los de mi coche, parpadearon los pilotos luminosos del que estaba aparcado justo al lado. Era un vehículo lujoso, un deportivo negro mate con los asientos tapizados en piel. Calculé que costaría mi sueldo de tres años. Miré a un lado y al otro, y al ver que no había nadie más en el parking, fantaseé durante unos segundos con que era, en realidad, mi coche. Tiré ligeramente de la manilla y la puerta se abrió. Me senté en el asiento del conductor, que realizó automáticamente una serie de movimientos para ajustarse al peso de mi cuerpo y a la curva de mi espalda. Luego me miré en el espejo del retrovisor. Aquel coche me sentaba realmente bien, como un traje hecho a medida. Metí la llave de mi viejo turismo en el contacto y, para mi sorpresa, el motor arrancó. Al ralentí, sonaba como un coro de ángeles furiosos, ávidos de carretera y libertad. Pisé el embrague, metí una marcha y comencé a subir la rampa en dirección a la salida. Afuera, encaré la autopista y en la primera bifurcación, tomé la salida de la carretera de la costa. Noté una vibración junto al freno de mano y justo después, sobre la radio, la pantalla del salpicadero indicó que tenía una llamada. «Número desconocido», se leía. Pulsé el botón de responder y la voz de un hombre me llamó por mi nombre. «¿Dónde estás? Tienes a todo el mundo esperando», me dijo, aunque realmente no me lo dijera a mí, sino al dueño de aquel vehículo. «¿Quién es todo el mundo?», pregunté. «¿No estarás borracho?», me respondió. Luego añadió: «Nuestros clientes. Llevamos meses trabajando en esto. Va a ser un negocio redondo si no lo estropeamos ahora». Giré en una curva y vi el mar, que estaba radiante. Hacía un día precioso. La temperatura era perfecta. A través de unas gruesas nubes púrpuras se filtraban los rayos del sol. Pulsé un botón y la capota comenzó a levantarse. El aire marino me frotaba la sienes. Me sentía el dueño del mundo. «No me esperes», dije. No oí lo que respondió porque el viento soplaba por encima del resto de sonidos, los eclipsaba. Pero yo seguí hablando. «No necesito nada de lo que tenía antes para ser feliz, ¿entiendes? El dinero no puede comprar la felicidad». Y pisé a fondo el acelerador a fondo y comencé a aullar, como un lobo lunático.

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