Cogornices

Mal vas si le dices a Nicanor el de Justi que ya no podrá cazar codornices porque el Gobierno quiere prohibirlo sin más; se le pondrá boca de ballesta y no dejará de disparar venablos al gabinete y «al dios lila del animalismo obtuso», diría él, aunque se hayan replegado momentáneamente los cañones ministeriales transitivo-ecológicos para repensar mejor la cosa tras la rebelión de escopetas y comunidades clamando contra una medida unilateral sin informar o consultar primero. Desde su bisabuelo, que recuerde, se mataron en su casa cogornices en la mediaveda del verano y el estofado que con ellas preparaba su madre es una señal indeleble en su paladar reavivando viejas abundancias en tiempos de hambre canina. Nicanor dice cogornices como mucha otra gente, y más en esta tierra que tiene de pueblo un Cogorderos ; discúlpesele como a quien dice almóndigas, toballa, bluyín o vagamundos, palabros que al fin tuvo que aceptar el diccionario de la Rae porque quien hace las lenguas no es otro que el dominio popular.

Cogornices. Mitad cazurras, mitad moras. Se las perseguía con mostacilla en todas estas tierras de pan llevar y riberas de agua traer o, hasta que se prohibió hace algunas décadas, en las altas montañas y peñas donde no las imaginaba yo cuando por primera vez las oí en su trajín en el puerto de Sancenas con Paulino el Manco allí y su rebaño careando en ladera pindia y vega alpina. El canto de la codorniz (coturnix coturnix para el que quiera biofardar), parecido a un pi-pil-lí, es todo un alegrón en esas peñas altas confirmando que la vida vuelve bien entrada cada primavera con aleteos que llegan de África para empollar y criar descendencias. Pero hoy se ve por aquí un 64% menos de codornices que hace tan sólo veinte años; nuevos regadíos en Marruecos o Extremadura permiten además a muchas hacerse estantes o acortar migración. Y así las cosas, cazarlas sólo cada dos años sería una primera medida que el trabucaire acataría, la fina escopeta aplaudiría y Miguel Delibes le haría un panegírico.