Diario de León

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Esto de ir por la calle ostentando exageradamente la fe y clavando gritos de metal en el cielo es muy de la vieja España en la que convivían tres religiones y culturas que se daban de lado habitualmente y de hostias a menudo, tres credos rotundos odiando cada uno a los otros dos: cristiano, musulmán y judío, este último más discreto en la calle y refugiado en el secreto de su sinagoga o en lo suyo tras celosía. Durante siete siglos esta fue la norma, aunque hay literatura interesada en la coexistencia armónica que se dio entre las tres fes, y la hubo, a la fuerza, pero corta en tiempos, puro episodio, al gobernar los días, afanes y vecindades la tirria sarracena, la cruz hecha espada, el odio al marrano y la siniestra judiada.

La Iglesia admiraba entonces la rigurosa fe musulmana viendo que muchos tenían siempre en su mano un pequeño collar de cuentas repitiendo oraciones y plegarias (Domingo de Guzmán lo copió agrandándolo en cuentas y así inventó el rosario, como también se copió de los árabes el pendón, tan identitario hoy aquí); pero les asombraba sobre todo la multitud musulmana que desfilaba en sus días santos por las calles desollándose la espalda con látigos de uñas de fierro o haciéndose cortes en la cabeza con machetes para embadurnar de sangre la cara y la figura. Eso sí que era pasión y la Iglesia acabó copiándolo, naciendo así el disciplinante que procesionaba en público en los días de la Pasión, aunque Carlos III los prohibió por «espectáculo violento». Lo que no se copió de la moraima fue el capirote; era cosa nuestra; desde el siglo XIV se lo ponían a los condenados paseados para escarnio junto con una hopalanda amarilla de tela o arpillera, un sambenito, siendo después adoptada esta guisa en los procesos de la Inquisición como pinta y sobrecoge Goya en su  Auto de fe . Pero meter capirotes en procesiones de Semana Santa fue invento sevillano del siglo XVII para acentuar la autohumillación del penitente. Después lo copiaron todos, o sea, como ahora con todo lo sevillí que aquí y allá campanea. Y al final está el «tonto de capirote», que fue su daño colateral.

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