Diario de León

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Vuelvo año tras año cada 5 de agosto a un suceso impactante e imborrable en mi cajón de recuerdos. Era domingo, era 1962, eran diez años los míos, eran mis primeras vacaciones de bachiller y era ese día un festivo arrejunte familiar con tíos y primos, jornada campestre, titantos seríamos, entre Garrafe y Ruiforco de Torío, en la finca de unos amigos de la familia con ancha huertona y atravesada por una silente presa que entonces era, como todas las de León, cangrejera con vicio y de bermejuelas en marallo. La mañana fue de chapuzón en el Torío y de algún chapuzo de Porfirio buscando el truchón en las hondas pozas cristalinas de un río que a estas alturas baja siempre pinturero y muy menguado de caudal en una sucesión de raseras rezadoras y tablas como espejos. Sobre las dos estábamos ya todos a la sombra de unos frutales con los manteles sobre la hierba y sentado cada cual como podía. Aquello era cháchara adulta, algarabía de guajes y un ruido de platos, cubiertos y tarteras esparciendo pollo guisado y filetes empanados como quien siembra futuros. Llegó la hora del «parte» y al fondo un transistor no cesaba en su perorata noticiosa que sólo alguno atendía, pero de repente uno gritó ¡chsssss, callarse... ha muerto Marilyn Monroe! Se hizo un crudo silencio por atender a los detalles de la tragedia sucedida en su casa de Los Ángeles aquella madrugada. Sobre su mesita había pastillas y barbitúricos, o sea, ¡suicidio!, algo que para mi familia, tan católica de veras, era un final que la Providencia le reservó por sus pecados y desnudeces, seguro. Pero tío Vitalino, veterinario, se dedicó sin embargo a explicar que los barbitúricos se obtenían precisamente de las adormideras que justo a nuestro lado se cultivaban en cientos de metros porque Franco dio entonces ese permiso a las farmacéuticas asfixiadas por el bloqueo internacional. ¡Como para olvidarme de ese día!... Pero si Marilyn no hubiera muerto, su mito sí lo habría hecho y yo ya no hubiera podido soñarla años después como suponía que la soñó y vivió Arthur Miller soñando ser su Pygmalion. Y soñaba salvarla.

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