Diario de León

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Como a una diosa de la abundancia alegre esperábamos impacientes la Navidad, fiestas de «aguardar» por traer cosas sólo vistas esos días, de las luces a los sones, de la lotería al espumillón, del espárrago al capón y de la peladilla al pimpiribimpimpín. No abrumaba en larguras esa diosa hoy requetevieja, pero lo parecía ante la tacañez que gobernaba el resto del año. Con la Navidad venía lo extraordinario a librarnos de lo ordinario, esa dictadura gris que llama a la ordinariez. Porque eran días de comidas singulares, de canciones exclusivas y de fiestas o noches sin reloj; qué más pedir.

Pero lo extraordinario murió cuando el pollo invadió los domingos, cuando la ropa de domingo se hizo de «a diario» y cuando la sidra achampañada dio paso al cubata rutinario de los domingos. A la Navidad la mata el adolescente y la entierra el madurito para que de viejos ya no cueste nada odiarla un poco, o tanto y más, disimulando el trago de unas fechas que hastían al exagerar cada vez más el ruido, las bombillas chillonas, lo falsillo, lo falsario y la devoración consumidora... ¡todo sea por los nietos!, dice alguno esbozando una sonrisa de media boca; pero al sentarse en la mesa colmada se pregunta en sus adentros qué es peor, si el vacío de los ausentes o el rencor entre presentes, si la falta de o el sobrar tanto.

Lo decía ayer Jorge Bustos: De todos los motivos para odiar la Navidad el más consistente es la familia ... aunque será el que la tenga, replicó un eco.

¿Y qué pasaría si mañana un gobierno laico a rabiar aprobara una ley surprimiendo de cuajo la Navidad al entender que ya son mayoría los que la odian o les ofende?, planteó Peláez, ¿vendrían los arqueólogos de la memoria a reimplantar las Saturnales cristianizadas hace quince siglos por decreto imperial o será opción preferente que cada autonomía-país-nación invente sus propios reyes mágicos aunque sea trayendo de los pelos a la Vieja’l Monte que aquí nidiós conocía hasta que el cazurritonto la decretó por su honda raigambre ?... Virgencita, virgencita, que os quedéis como estáis , nos deseó Sócrates.

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