Diario de León

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El nuevo curso político ha comenzado en Castilla y León bajo las mismas premisas por las que discurrió el anterior, con el gobierno autonómico surfeando una pandemia que, según datos oficiales de la propia Junta, se ha cobrado hasta el pasado 1 de septiembre 11.431 vidas en esta comunidad autónoma. El elevado porcentaje de población vacunada no ha impedido que la quinta ola haya sido mucho más letal (alrededor de 350 fallecimientos) de lo que cabía esperar después de un año y medio después de pesadilla. Y ante un virus que no deja de mutar a través de sucesivas variantes, lo de la «inmunidad de rebaño» ha desaparecido del vocabulario de expertos y gobernantes.

Atenuados no obstante los estragos sanitarios y en la perspectiva de una recuperación económica sustentada en el maná de fondos europeos asignados a España, sería el momento de trazar una hoja de ruta para el resto de una Legislatura autonómica que apenas ha superado su ecuador. Pero a tenor de lo expuesto por el presidente Mañueco al inicio del curso, no se aprecia mayor propósito que el de seguir sorteando las dificultades a salto de mata, sin abordar de raíz unos problemas que empiezan a ser endémicos.

Acabamos de ver cómo el vicepresidente Igea ha cargado sin miramientos contra la Agenda de la Población vigente en la Junta entre 2010 y 2020, decenio durante el que Castilla y León se ha dejado en el camino la friolera de 177.000 habitantes, cerca del 7 por ciento de su censo anterior. Aparte de imputar tamaño fracaso a los gobiernos de Juan Vicente Herrera, que creo recordar que eran del PP, Igea obvia que el actual Ejecutivo ha dejado pasar dos años sin haber emprendido iniciativa alguna para atajar el problema. O lo que es peor, propiciando engendros como las aberrantes macrogranjas que, lejos de crear empleo y asentar población, degradan el medio e hipotecan un desarrollo sostenible en el ámbito rural. Exactamente lo mismo que esos agresivos proyectos de minería a cielo abierto que arrasan el entorno allá donde se autorizan. Otrosí cabría decir sobre los acusados desequilibrios territoriales internos, a cuya corrección obliga el Estatuto de Autonomía a través de un Plan de Convergencia Interior del que hace años que no ha vuelto a saberse. Todo ello mientras ha saltado por los aires el consenso con el que se aprobó en su día la Ley de Ordenación del Territorio, cuyos mapas rurales siguen atascados.

Ojo, porque sin una mínima planificación corremos el riesgo de que el maná europeo acabe dilapidándose en cualquier fin menos los adecuado, tal como ocurrió durante décadas con los fondos destinados a las comarcas mineras. Dado el clientelismo político imperante, nada sería de extrañar.

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