Diario de León

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Desde un principio y para tranquilizar algunas conciencias, hay que decir que el coronavirus no es un castigo de Dios; no es el fin del mundo; no es una maldición. Las pandemias han sucedido antes y volverán a suceder. No son una sorpresa y suceden regularmente a lo largo de la historia como suceden los huracanes o las inundaciones. Pero hoy son más mortales porque hay mucha más población en el mundo y porque vivimos en una sociedad globalizada que permite a las personas ir de una parte a otra con facilidad.

Las pandemias ocurren con regularidad. Desde mediados del siglo pasado, ha habido al menos ocho pandemias mundiales que han matado a millones de personas. La última ahora la del Covid-19. Como la experiencia nos dice que las pandemias son recurrentes, debemos prepararnos para las que puedan venir en el futuro.

Las pandemias cambian las personas, las sociedades y también a la Iglesia. La Iglesia católica se vio profundamente afectada por la Peste Negra (1347-1353), que mató a unos 75 millones de personas. Los sacerdotes, monjes y monjas fueron especialmente afectados porque atendían a los moribundos. Después hubo una gran escasez de sacerdotes.

Esto puede suceder hoy también. Más de 100 sacerdotes han muerto en Italia y unos 70 en España por atender a los enfermos y moribundos a causa del coronavirus, aunque a estos héroes no les citen los medios de comunicación ni se pida aplausos para ellos a las ocho de la tarde.

Al igual que la Peste Negra, el coronavirus probablemente tendrá algún impacto a largo plazo en la Iglesia. Sospecho que pueden darse dos reacciones aparentemente contradictorias. La primera se refiere a las personas que cuando pase el virus volverán con entusiasmo a la Iglesia. El aislamiento y la no asistencia a la misa dominical, a muchos les ayudará a descubrir la importancia de la comunidad para vivir su fe y su vida espiritual. Las iglesias cerradas y la plaza de San Pedro desierta en la mañana de Pascua nos han hecho ver que la Iglesia no son solo los sacerdotes, sino toda la comunidad.

La segunda reacción se refiere a aquellos que se alejarán de la iglesia definitivamente. Después de haber estado solos por semanas, ahora pueden sentir que no necesitan la iglesia. Esto puede suceder especialmente con los jóvenes que ya estaban alejados de la religión antes de la pandemia.

Después de Covid-19, algunas parroquias probablemente verán mermado el número de sus fieles. Las diócesis también tendrán problemas financieros. Habrá grandes demandas en Cáritas, hospitales y otros servicios sociales de la iglesia.

Desgraciadamente, las divisiones ideológicas en la iglesia probablemente se acentuarán. Los más conservadores pueden usar la experiencia de la pandemia como una excusa para deshacerse de cosas que nunca les han gustado, como la apertura de la iglesia a las periferias, al compromiso social. Los aperturistas, por el contrario, pueden darse cuenta de que los grupos de oración, muchas veces dirigidos por laicos, pueden vivir incluso con las iglesias cerradas. El coronavirus podría abrir la puerta a una iglesia menos clerical.

Otro efecto de la pandemia podría ser el surgimiento de una iglesia «virtual». La gente ahora se está acostumbrando a misas transmitidas en vivo por TV y a otros servicios de oración en red. Esto podría significar que la vivencia religiosa podría adquirir más importancia en los hogares y en grupos reducidos. La Iglesia ha vivido momentos difíciles a lo largo de la historia y ha sobrevivido. Ahora también sobrevivirá, pero es fácil que experimente grandes cambios.

Para afrontar esta nueva etapa, el papa Francisco ha creado una Comisión Anticrisis con cinco grupos de trabajo. Con esta Comisión, el Papa quiere expresar «la preocupación y el amor de la Iglesia por el conjunto de la familia humana ante la pandemia del Covid-19». Esperemos que de esta pandemia salgan nuevos y buenos tiempos para la Iglesia.

Prisciliano Cordero del Castillo es sacerdote y psicólogo

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