Diario de León

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La Navidad tumultuosa y destellante da paso a la agenda implacable de las horas y los días, en la cual se agolpan necesidades y urgencias como racimos frondosos, y las soluciones se destilan en la lenta alquimia de lo posible. Aún está caliente la celebración del mayor acto de generosidad y alteridad del insondable y misterioso cosmos, cuando podemos leer la minúscula pero trascendente noticia de que España es el primer país del mundo en donaciones y trasplantes de órganos, duplicando la media de la Unión Europea; manifestación irrefutable de que en el pecho de este pueblo noble late un corazón altruista.

Esto no significa que el mundo sea un lugar perfecto, ni siquiera un buen lugar. Padecemos injusticias, guerras, hambre y violencia. Una minoría de la población posee la mayor parte de la riqueza, mientras el 10% sobrevive con menos de 2 dólares al día. Pero de todos los escenarios globales que hemos conocido en la historia, este es el mejor, entre otras razones porque la estela del cometa que cruzo el skayline de la tierra hace 2020 años sembró una semilla en los corazones del planeta: la filantropía.

Aunque el significado etimológico clásico del término filantropía es «amor al género humano», en el mundo occidental se ha transformado por una definición actualizada y moderna que podría formularse como «iniciativas privadas orientadas al bien público, centradas en el bienestar de las personas». Complementaria sin duda de la definición aplicada por la RAE al mecenazgo como «la protección o ayuda dispensada a una actividad cultural, artística o científica». Bajo este concepto más amplio y personalista de la filantropía se amparan nuevas figuras como la «venture philanthropy», el «impact investment», y las «social enterprises». En definitiva, se trata del compromiso de la iniciativa privada con el bien público.

En estos lares tenemos una figura legendaria y ejemplarizante de filantropía, que alimenta nuestro particular mito artúrico desde su Camelot de San Isidoro. Me refiero al rey Alfonso VIII de León (IX para los historiadores catellanos) que, además de Reconquistador imponente y padre del parlamentarismo, con su intuitiva genialidad fue capaz de fundar en 1218 en Salamanca, una de las ciudades emblemáticas del viejo reino, la primera universidad de España, y una de las primeras de Europa. Pero no menos legendario, y modelo para los grandes mecenas del renacimiento florentino, fue el gran Cardenal Ximénez de Cisneros, como muestran sus dos grandes contribuciones al impulso de la cultura, las artes y el conocimiento. Ante todo, la construcción en Alcalá de Henares del Colegio Mayor San Ildefonso en 1499, como célula originaria de la actual Universidad Complutense de Madrid. Pero también la edición de La Políglota, uno de los hitos europeos en la aplicación de la innovación al servicio de la investigación y la transferencia del conocimiento.

Paradigma del nuevo altruismo ha sido Chuck Feeny, fundador de las conocidas tiendas Duty Free de los aeropuertos, e iniciador de la influyente The Atlantic Philanthropies Foundation, con su rotunda y radical consigna: «Dar mientras vivas». Pero es desde la pasada década, con los gigafilántropos (apelativo acuñado por la revista Nature) como la Fundación Bill & Melinda Gates (la más generosa del planeta al haber destinado más de 40.000 millones de dólares hasta la fecha), a la que se han sumado otros personajes ilustres, entre los que destaca Warren Buffet con una aportación de 30.000 millones de dólares, cuando las fundaciones filantrópicas han comenzado a financiar masivamente la investigación. Precisamente a iniciativa de Gates y Buffett, un selecto grupo de cuarenta filántropos estadounidenses pusieron en agosto de 2010 en marcha The Giving Pied (La Promesa de Dar) por la que se comprometían a donar, ya sea en vida o en el momento de su muerte, al menos el 50% de sus fortunas para fines benéficos. De este insólito proyecto, al que ya se han adherido más de 125 filántropos, forman parte Paul Allen, cofundador de Microsoft, el también cofundador de Intel Gordon Moore, el exalcalde de Nueva York Michel Bloomberg, el magnate Ted Turner, el cineasta Gorge Lucas, Pierre Omidyar, fundador de Ebay, o David Rockefeller, entre otros. Los fondos previstos alcanzan ya los 125.000 millones de dólares. Menos propagadas, pero no menos eficientes son las colosales aportaciones filantrópicas de Jeff Bezos, creador de Amazon; sirvan como muestra los 2.000 millones de dólares donados en 2018 para ayudas a familias sin hogar; aunque siempre ha mostrado especial orgullo de los 33 millones dedicados a TheDream US. becas universitarias para emigrantes sin papeles. Otros filántropos han llegado al límite de lo inaudito, como Mark Zuckenberg que se ha comprometido, junto a su esposa Priscilla Chan, a donar el 99% de sus acciones en Facebook, valoradas en unos 45.000 millones de dólares, de los que ya han ejecutado 500 a favor de las principales universidades de California, en las áreas de ciencia, educación y justicia, para lograr un objetivo, o mejor una ilusión de dimensiones planetarias: «prevenir y curar todas las enfermedades antes de finales de siglo».

En el ámbito geopolítico y económico occidental la filantropía ha alcanzado un papel capital para el desarrollo de la ciencia, hasta el extremo de ser el pilar que la dota de sostenibilidad. No es exagerado anticipar que la financiación de las universidades, la ciencia y la cultura en el siglo XXI se basará en una aleación bien dosificada de presupuestos públicos, fiscalidad incentivadora e impulso del mecenazgo privado (tal como propone el programa marco Horizonte 2020 de la Comisión Europea).

Pero esta fórmula de confluencia de aportaciones equilibradas e impulsadas con las donaciones de un nuevo modelo de «filantropía corporativa» o «mecenazgo empresarial» solo será posible con la promulgación de la tan añorada, reclamada y esperada Ley de Mecenazgo. ¿No debería convertirse esta en uno de los grandes retos para la nueva legislatura?, pues por importancia política y trascendencia socio-económica bien merece un amplio e integrador acuerdo de Estado.

Podemos rendirnos con admiración a los países anglosajones, por tener una cultura más avanzada y asentada de la participación privada y el Art Business, pero la distancia es de tal magnitud que puede resultar paralizante. Entiendo que puede ser para nuestra causa más útil y próximo el modelo francés. En España la desgravación es para los particulares de un 25% y un 35% para las empresas. En comparación, las empresas en Francia disfrutan de una desgravación fiscal del 60% sobre el total de lo aportado, que puede subir al 66% para individuos, con algunas variaciones que pueden llegar en algunos casos al 75%.

Quedaría incompleta esta reflexión sin recuperar una expresión atribuida a Benjamín Franklin, «doing well by doing good», que en una versión libre y actualizada podría formularse como «irle a uno bien porque hace el bien», como eslogan y lema de la milenaria estela de la filantropía.

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