SOSERÍAS
Montaigne: mirada lúcida
COMO a muchos placeres en mi vida, yo llegué a Montaigne, al señor de Montaigne, a través del gran escritor catalán Josep Plá quien le cita mucho y asegura que sus Ensayos le acompañaban siempre, aun a los más remotos viajes. Pero el personaje había quedado sepultado en los hondones de mi memoria hasta que, pasando un verano en Alemania, descubrí en un puesto de libros viejos (colocado ante la Mensa de mi entrañable Universidad de Tübingen) un ejemplar del diario de su viaje como usuario de balnearios por Francia, Alemania e Italia. Recuerdo que me solía sentar en un banco de uno de los parques de esa bellísima ciudad alemana y, escoltado por árboles gigantescos y bajo el gorjeo interminable de mil pájaros, me engolfaba en las andanzas del Montaigne bebedor de aguas y bañista con sus comentarios escépticos, distantes, con sus cálculos, siempre echando piedras como botones que le causaban unos dolores terribles, soportados también con estoicidad y su punto de humor. Admirable el personaje, el severo señor de la Montaña, como le llamaba nuestro Quevedo, y admirable por la mirada que proyectaba sobre los acontecimientos que le tocó vivir en pleno siglo XVI, en medio de las guerras de religión, él, que era religioso, teólogo aficionado y lector de los clásicos griegos y latinos, una esponja de las enseñanzas de Platón, de Cicerón, de Virgilio... Cuando la noche de san Bartolomé, que hizo palidecer a las personas moderadas, fueran católicos o hugonotes, Montaigne se replegó en el campo a reflexionar. Allí, frente a la quietud de la naturaleza que tantas páginas le inspirarían, Montaigne medita, da vueltas a los pensamientos, fija sus convicciones, las explica y las razona, educadamente sin tratar de imponer a nadie criterio alguno, en un tono de respeto infrecuente en la época, en todas las épocas. Pasó su vida en fuga constante de toda verdad absoluta. Fue hombre solitario, amigo de los libros, pero no huraño, ahí están sus diálogos con su amigo La Boétie, sostenidos hasta que este se murió. Y ahí está su breve paso por la política como alcalde de Burdeos, elegido por la aristrocracia a la que pertenecía. Lo primero que hacía al llegar a los pueblecitos del sur de Alemania era preguntar por el eclesiástico más cercano para informarse sobre la Reforma luterana y las convulsiones que estaba produciendo en la vida de las gentes, de los campesinos, de los comerciantes... Quiero que los míos lleven ventaja, escribe en sus Ensayos, más si no la llevamos, no desvarío. Porque quería adoptar el partido más sano, «más no pretendo destacar especialmente como enemigo de los demás, ni más allá de la razón general». Es que «¿no osaremos decir de un ladrón que tiene buen porte? y ¿forzoso es, si es puta, que le apeste además la nariz?». No quiero que «me soborne mi deseo» y ello porque «heme maravillado en mi época de la poco juiciosa y prodigiosa facilidad de los pueblos para dejarse llevar y para dejar manejar su fe y su esperanza cuando plugo y convino a sus jefes, a pesar de cientos de errores unos sobre otros y a pesar de fantasmas y sueños ... [porque] la pasión les ha ahogado totalmente el sentido y el entendimiento». Conocedor de los entresijos históricos, invoca elejemplo de César y Pompeyo. Desacuerdo tan importante no lo ha visto el cielo ni lo verá jamás. Y sin embargo «creo descubrir en aquellas hermosas almas una gran moderación del uno para con el otro». De manera que «el celo del honor y de la autoridad jamás los empujó al odio furioso y demente ... y en sus hazañas más duras observo cierto fondo de respeto y benevolencia y juzgo por ello que, si les hubiera sido posible, cada uno de ellos habría deseado conseguir sus fines sin la ruina del compañero antes que con ella». Un ejemplo Montaigne, pasados los siglos, del hombre que, como él decía, escribe un lenguaje de prueba, de «ensayo» y que «vive a propósito, sin incurrir en extremos ni exageraciones». Un placer primoroso disfrutar de su compañía descansando sobre el colchón de los siglos.