Diario de León

Puebla de Lillo homenajea a las mineras que sacaron adelante a sus familias trabajando en la explotación de talco

Cuando la mina tiene nombre de mujer

Caminaban doce kilómetros, espalaban ocho horas y atendían ganado y familia

Trabajadores y trabajadoras de la mina de talco de Puebla de Lillo, a mediados de siglo

Trabajadores y trabajadoras de la mina de talco de Puebla de Lillo, a mediados de siglo

León

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«¿Qué era lo más duro de la mina? Ir la mitad de los días sin pan. Lo peor era la poca merienda» En Puebla de Lillo la minería tizna de blanco, no de negro. El talco leonés, tan codiciado en los mercados internacionales por sus delicadas propiedades cosméticas, especialmente en su variedad blanca, fue la tabla de salvación a la que se aferró un grupo de mujeres de la zona en la época más negra del último siglo. Fueron los estertores de la Guerra Civil, y los difíciles años posteriores. «El asunto estaba claro: no había hombres. Todas las que fuimos teníamos algo, hermanos huidos o muertos en el frente, padres y maridos en la cárcel,... Si queríamos que las familias tuvieran algo que comer, había que ir a la mina». Llegaron primero con la misión de espalar las nevadas, a veces hasta tres días de pala para dejar libres los seis kilómetros que separan el pueblo de la antigua mina. Luego más. Por 5,5 pesetas al día, espalar, escoger, cargar en los camiones,... Si se hacía lavadero, dos reales más. Iniciaban camino en la madrugada para trabajar ocho horas, «con veinte minutos para comer, diez por cuenta del obrero y diez de la empresa. Nos sobraban casi todos, porque la mayoría de las veces no teníamos nada que llevarnos a la boca». Luego otros seis kilómetros de vuelta, y en el pueblo las tareas que quedaban pendientes. «Había que atender los animales y el campo, la familia,... Y trabajar para los ricos del pueblo, cargando carros de hierba, sacando patatas, fregando y lavando,... Con todo, aún comíamos casi de milagro». La mayor parte de aquellas hembras inquebrantables no habían cumplido entonces los veinte años. Sobre ellas recayó el peso de mantener familias enteras caídas en desgracia y sacudidas por la muerte. Lo hicieron sin lamentos, sin tiempo para pensar en una vida mejor, hasta que se les presentó un respiro. No volvieron a pisar la mina, pero hablan de aquellos años sin rencor. «Trabajábamos, pero no perdimos nunca la alegría. Unas veces compartíamos risas y otras lágrimas. Era lo que había». Tres de aquellas mujeres reciben hoy un homenaje en la romería de Pegaruas, las tres que aún pueden contar cómo pasaron de la niñez a la responsabilidad a golpe de camino entre nieve, pala y nervio. Son Celina Alonso, de 85 años, Avelina González, de 84 y Juana García, de 92 años. Y, con ellas, el recuerdo para Benita, Secundina, Teodora, Nieves, Gabina, Laida, Concha y Tiste, de Puebla de Lillo; y para Vicenta, Florentina, Rosario y Rafaela, de Cofiñal, además de Pura, de Isoba. Porque gracias a ellas entre 1937 y 1945 la historia de las minas de talco leonesas también se escribió en femenino. «¿Que si hicimos méritos para recibir el homenaje? El mérito fue que cogiéramos tan pocos catarros...» Dan gusto las carcajadas limpias de estas tres abuelas capaces de charlar animadamente de un esfuerzo que parece imposible que haya sido soportado. Celina, menuda y polvorilla, atrapada hoy en casa por una bombona de oxígeno. Da la impresión de que va a salir corriendo en cualquier momento. Siempre debió ser así, porque la limitación de una pierna torpe por una parálisis de nacimiento no le impidió recorrer grandes distancias cada día entre la nieve y el monte, ni hacer veinte kilómetros para buscar una hogaza de pan. «Hay que decir las cosas como son, sino es mejor no decir nada». Tan resuelta. Verdades como que hicieron el camino del pueblo a la mina (entonces subterránea) abriendo hueco en las nevadas, y luego se quedaron trabajando allí. «Yo creo que por compasión, pero no tuvimos problemas. Ni yo con mi pierna. Si trabajabas, te cogían». En la mina separaban el talco del escombro. «Nos arrodillábamos en una tabla con una piqueta y separábamos. Luego cargábamos los vagones hasta los camiones, se lavaba, se cargaba,... ¿Os acordáis? Había que mover el talco tres veces con la pala entre el lugar donde lo dejaban y los camiones». Pura fibra. Y, aún así, no había qué comer. «Algún día perdíamos trabajo en la mina para ir a por pan a Vegamián. Salíamos a las cuatro de la mañana y volvíamos, andando, a las cuatro de la tarde, con una hogaza». «Más negra que el traje de Juana», puntualiza Avelina, que recuerda cómo a Celina «le dio la debilidad un día, de vuelta, a la altura de la ermita de las Nieves. Allí cayó». Pero no tocó el pan. Cuando llegaba a casa salió su madre. «Traía dos panes de salvado en un saco. Madre los sacó y me preguntó: ¿Es esta la carne de Dios, Celina? ¿O es la cara del demonio? Yo qué sé. Yo sólo sé que ya n o podía andar más». A mediados de los años 40 dejó la mina y se fue a servir a Madrid, durante cuatro años. «Salí de Málaga y me metí en Malagón. No ganaba mucho más». Pero por lo menos comerías. «Sí, cuando comía, que no estaba la cosa tan boyante. Entonces todos presumíamos de tacón y pisábamos con el contrafuerte. A mí las casas por fuera no me decían nada, por más bonitas que parecieran. Había que verlas por dentro, por la despensa». Después de cuatro años volvió a Puebla. «Aquí nací y aquí se quedarán mis huesos». ¿A qué se dedicó? «¿A qué me iba a dedicar? A la labranza, las vacas, arar, abonar,... Era el hombre de la casa». Con hombre y sin hombre Las que tenían hombre tuvieron mejor suerte, aunque fuera con el tiempo. Avelina, coqueta y detallista en la plenitud de sus más de ochenta años, tuvo que hacerse cargo de su familia aunque era de las menores de doce hermanos. Pero en la guerra los mayores fueron a parar a la cárcel. Quedaron dos más pequeños y uno mayor «que estaba mal porque le había dado la meningitis». Dejó la mina cuando volvieron sus hermanos, y se dedicó a «trabajar para los ricos». Y Juana se casó con Goyo, uno de los vigilantes. También dejó entonces la mina. Sin embargo, durante más de veinte años vivió al lado de los barracones de los obreros, y allí crió a su familia. «Rosario y tú llevasteis la voz cantante, le bromea Avelina, porque os casásteis con los dos vigilantes. Nosotras, ni los obreros». «Es que trabajábamos mucho...», intenta justificar Juana, casi con sonrojo. «Ya. Como aquel que decía: Yo me enamoré de ella porque la vi barrer en la puerta, y me gustó tanto como barría...» Avelina se ríe con picardía. «Y eso que ya no somos ni nuestra sombra, pero cómo nos reíamos...» Felicidad a la sombra del agotamiento. Y del hambre. «Un día nos regalaron una lata de sardinas, y nos la comimos en la mina antes de la hora. Cuando llegó el vigilante tocando el chiflo le dijimos que no teníamos nada que comer. Precisamente aquella vez le dio pena, y nos mandó a la caseta para que la mujer nos diera algo. Nos echó una cazuela de carne y unas casadiellas que no sé cómo no nos hicieron daño, por la falta de costumbre. Claro, que eso fue una vez en la historia». La historia de cada día era la de recorrer el camino entre el pueblo y la mina contra viento y marea. «Si no trabajabas, no cobrabas». A veces llegaban a la explotación entre la nieve, «con las madreñas en la mano, porque se nos quedaban enterradas», y tenían que darse la vuelta porque los mineros no habían llegado. «Nos decía el vigilante: ¡Qué valientes son estas mujeres, no llegan los hombres y vienen ellas! Pero volvías a casa sin cobrar». Ese era el único miedo que tenían al hacer tan largo camino, a menudo con la nieve por encima de las rodillas, el tener que volver sin dinero. «Una vez nos salió el lobo, pero no tenías miedo, porque íbamos unos cuantos. Él siguió su camino y nosotros el nuestro. ¡Quién se iba a meter con nosotras, ni el lobo!» Más risas. Las de las hembras que rubricaron una página de firmeza de la que hablan sin dolor, pero sin especial orgullo. «Hicimos lo que teníamos que hacer. Si no hubiera habido mina, tendríamos que haber buscado otra cosa». Mujeres que se hicieron de hierro cuando llegó el momento, y espalaron incansables el camino hacia la mina y hacia la vida. La suya y la de sus familias. La del futuro que se abrió paso entre la desgracia. Con tanta naturalidad que, hoy, ni siquiera acaban de entender a qué viene tanto homenaje.

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