Diario de León

Marcos Ordóñez escritor

«Este es un libro de epifanías»

‘Un jardín abandonado por los pájaros’ es una historia de descubrimientos en un mundo que desaparece, desde los ojos de un niño que aún no ha nacido cuando acaba, una historia grande que, como todas las grandes historias está llena de cosas pequeñas, de una escalera desde la que el escritor descubrió su lugar en el mundo.

El escritor, periodista y crítico literario Marcos Ordóñez.

El escritor, periodista y crítico literario Marcos Ordóñez.

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cristina fanjul | león
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Escritor, periodista y crítico literario, Marcos Ordóñez tiene una estrecha conexión leonesa gracias a su relación cuasifamiliar con Tomás Salvador, un moderno que no se llevó bien con la contemporaneidad. En Un jardín abandonado por los pájaros , (El Aleph) el escritor construye la historia de España a partir de los planos de su memoria particular, y lo hace a la manera de los clásicos, sin artificios ni trucos, sólo con la verdad esencial de las palabras.

—Para empezar ¿Cómo se atreve a hacer literatura con la que está cayendo?

—Hombre, pues algo hay que hacer. Yo nunca he conocido tiempos muy buenos tampoco. Ahora, las editoriales apuestan más por lo seguro, pero por suerte he tenido una editora estupenda que creyó inmediatamente en el libro y se lo quedó.

—Su novela me recuerda las historias en las que el escritor se sirve de un pequeño espacio, un callejón, una escalera, un patio de vecinos, para contar un universo entero, como ‘El callejón de los milagros’. ¿Desde el principio se lo imaginó así?

—No, no. Se fueron formando capas. Yo, al principio, empecé a grabar conversaciones con mi madre, muy centrado en sus recuerdos, que también eran los míos. Poco a poco se fue montando esta estructura. Hay una idea de la infancia, con un tiempo eternizado, en el que parece que nada puede terminar, en el que los veranos duran para siempre, en el que parece que la gente no muere... Es el tiempo de los primeros descubrimientos. La primera vez de casi todo es una idea muy poderosa desde el punto de vista sensorial. Y luego está el tiempo histórico. Cuentas la vida de un barrio, la de sus personajes, la Barcelona de los años sesenta y también hablo de la guerra, de la supervivencia... Un siglo de vida y de historia. El libro comienza a finales del XIX y termina cuando yo estoy a punto de nacer.

—Una vez leí una frase de Kunera que venía a decir que había visto unas fotos del nazismo y se había sorprendido recordando ese momento con nostalgia. Es sorprendente como la infancia vela los peores recuerdos ¿no le parece?

—Hombre, depende de como lo pases. En este caso, obviamente, mi infancia es durante la dictadura franquista, pero no lo sufres de un modo directo, como lo sufre una persona mayor. Tal vez si hubiera pasado hambre o privaciones mi recuerdo sería distinto, pero los sesenta fueron una época más luminosa. Pero, fíjese, he conocido gente que pasó su infancia durante la guerra, percibiendo todo el horror y la angustia que provocó la contienda. Sin embargo, al tiempo, hay un punto en el que la vida se intensifica. El ansia de salir adelante, de sobrevivir da como un chute de vida.

—¿Cuánto hay en el libro de memoria, cuánto de memoria regalada y cuánto de imaginación?

—Todo lo anterior a mi nacimiento es memoria regalada. Luego están las muchas historias familiares. Creo que las memorias siempre tienen una parte de ficción, en el sentido de que lo que tú recuerdas ha pasado por múltiples tamices. Lo que recordamos no siempre ocurrió así, pero fue cierto para nosotros.

—Hay una cita de Stendhal que dice que la novela es un espejo que nos ponemos en el camino. ¿Por qué este espejo en concreto se lo ha puesto precisamente ahora?

—Pues no lo sé. Es difícil saber por qué haces una cosa cuando lo haces. A todos los que escribimos nos pasa así. Verá, yo soy un apasionado del teatro. Hay una novela mía que se llama Comedia con fantasmas. ¿Por qué la escribí en el 2000 y no en los años 80? No lo sé. Surgió en ese momento. En todo caso, nunca he tenido la sensación de programar en qué momento me siento y comienzo a escribir. El libro que ha quedado no iba a ser así originariamente. Hay una cosa fundamental a la hora de contar historias propias. Y es que deben ir más allá de la anécdota porque si no a la gente no le importan. Lo fundamental es contar historias. Mi mirada de ahora es más comprensiva de como era en ocasiones anteriores.

—¿Podría haber escrito este libro a los treinta años?

—De alguna manera, parte de él lo escribí, pero a los 30 años era más convulso, más atormentado de lo que era ahora. Siempre la parte más oscura o melancólica suele tener más prestigio narrativo que las que tienen más luz.

—En esta novela no hay artificio, todo es esencial. Eso llama al atención, igual que la utilización de la primera persona.

—La primera persona tiene la ventaja de la inmediatez, de ponerte en duda a tí mismo, pero en muchos momentos esa primera persona pasa a tercera, sobre todo cuando hablo de los otros.

—¿Qué fogonazos de los que habla tiene más pegados a su memoria?

—El libro es extenso y hay muchos fogonazos. La parte de mi infancia y adolescencia tiene mucho de novela de formación. Yo soy lo que soy por todos los encuentros, por los que me han querido y enseñado, No puedo elegir una sola cosa y, además, las epifanías son constantes. Es una época, un tiempo de epifanías. No podría elegir una sola.

—En más de una ocasión ha hablado de Tomás Salvador, leonés, policía, escritor y editor. ¿Qué recuerdos tiene de él?

—Hay una cosa muy clara, que cito en el libro. Es gente muy anómala, como pienso que es la buena gente en general. Creo que yo tenía nueve años cuando me dio dos libros y me dijo: «Toma esto y lo comentaremos». Eran tan anómalos para un chaval... Se trataba de Primera memoria, de Ana María Matute y Pelo de Zanahoria , de Jules Renard, que no son precisamente libros infantiles, con una mirada dura sobre el mundo y de gran intensidad poética... A mí eso me marcó mucho.

—¿Cómo le calificaría?

—Por un lado era un señor de derechas, un señor que estaba en la policía, como mi padre, que había estado en la División Azul, muy desencantado con muchas cosas, pero con una gran voluntad literaria, no sólo como escritor sino que se arruinó varias veces con su editorial, una editorial que se llamaba Ediciones Marte, muy sofisticada para la época. Quien ha hablado maravillas de él ha sido Javier Tomeo. Se arruinó hasta el punto de que en sus últimos años llevaba un quiosco de periódicos en la Plaza de Cataluña.

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