Diario de León

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Júbilo discreto

EL MARTES 10 ALCANZÓ RANGO NONAGENARIO EL POETA LEONÉS CÉSAR ALLER, NACIDO EN TROBAJO DEL CERECEDO (1927), FUNCIONARIO DE HACIENDA CON DESPACHO EN LA PLAZA DE BENAVENTE Y DOMICILIO EN EL BARRIO MADRILEÑO DE MALASAÑA. . . divergente

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ERNESTO ESCAPA
León

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C rítico generoso y poeta abundante, César Aller también tuvo sus intentos teatrales y narrativos, plasmados en dos novelas menores que vieron la luz con una horquilla de treinta años: El tren (1968, premio internacional Calibo en 1961) y La tertulia (1998). El tren es una novela breve que demoró su aparición siete años y sigue el recorrido ferroviario entre León y Gijón al pairo de las impresiones del revisor Roberto Pacios, quien, al llegar al muelle, recibe la noticia de que ha sido padre en León, lo que le aleja de Fina, su costumbre asturiana de cinco años atrás. No conozco la tertulia, publicada por la Universidad de Navarra, aunque puedo suponer su tenor de relato blanco y moralizante, como los cuentos para niños reunidos en Siro (1965). Además, tiene inéditas las novelas Esos hombres que pasan (1964) y Amigos de la noche (1965), así como las piezas teatrales Historia de caminantes (1966), Los distraídos (1967) y La amenaza (1969).

Pero no es la narrativa el flanco descollante de la literatura de César Aller, como tampoco sus ensayos, marcados en exceso por la impronta confesional: La poesía personal de Leopoldo Panero (1976), quizá el más logrado por su afinidad lírica con el poeta astorgano, la colección de impresiones jugosas y cómplices de Escritores leoneses (1998) y su incitante ¿Quieres conocer a Jesucristo? (2001), que pone broche por ahora a su obra publicada.

Donde radica su mayor interés es en la vertiente poética de César Aller, que se estrenó con Esta tierra y mi palabra (1960), prologado por don Antonio de Lama, quien ya detecta en su aleteo inicial por los asuntos más cercanos y consuetudinarios (el carbón y la piedra, la montaña y el llano, la ciudad y los pueblos, la imagen familiar del abuelo albañil) su afán de elevación trascendente. Un año antes había obtenido con Ave de paso (1959), su primer libro que permanece inédito, el premio Monroy en Cartagena. A partir de estos versos iniciales, arraigados en el universo familiar y en la geografía leonesa, adornada con naturalezas diversas, emerge su interlocución esencial con el hombre acuciado por la delicia efímera y la fugacidad de su existencia, que convierte las penas en gozo gracias a su dimensión religiosa y trascendente. Esta poética personal concede un papel relevante a lo elegíaco y al vínculo evocativo de la memoria, situándose de forma clara en la estela de Leopoldo Panero, aunque sin las fricciones que dieron vuelo a la poesía del maestro.

Su lírica llana y austera de imágenes sugiere la música de un júbilo discreto. Autor de diecisiete poemarios, agrupó su obra esencial en la Antología poética (1992) seleccionada y comentada por el argentino Luis de Paola (1940-2008), quien anota en sus 280 páginas una evolución constante de depuración, que salta de la proximidad geográfica a la universalidad del ser humano, ofreciendo una visión del mundo que tiene mucho de metafísica. Después del inaugural Esta tierra y mi palabra, Aller obtuvo el Premio provincia de León 1961 con sus Versos en la piedra, recogidos en la revista Tierras de León. A partir de ahí, toma impulso elegíaco para bucear en sus raíces originarias, sin prescindir del aura de sencillez: «Brilla ante mí la luz de la vendimia / cayéndose del sol por los oteros, / dorando las colinas dibujadas / sobre el llano otoñal de nuestro pueblo». La colección Adonais publica Padre hombre (1963) y Libro de Elegías (1965), accésit del premio Adonais 1964 obtenido por La ciudad, de Diego Jesús Jiménez, donde la elegía se muestra como forma de conocimiento del entorno más cercano, relegando su eco de lamento.

Trasladado a Madrid en 1961, conjuga en sus versos la silueta de nuevas amistades, como el poeta Claudio Rodríguez, con la evocación de su universo originario: Hombres de la Sobarriba, Oseja de Sajambre y Amigos de León, entre los que destaca a Alfredo Marcos Oteruelo y Luis García Zurdo. Una senda de amistad que prolonga en su libro siguiente: Cinco amigos (1967), en el que descuella el poema Pasos en la catedral, dedicado a Victoriano Crémer. En cambio, Descubrimiento en el habla (1969) abre una nueva etapa en su obra, a la vez que decanta con parsimonia expresiva las lecciones extraídas del insomnio en los viajes del alma. Tono reflexivo que intensifica y aguza Ofrecimiento en sombra (1972), vinculado con el legado presocrático («Las cosas se dispersan y se reúnen de nuevo, se aproximan y se alejan») y el rumor bíblico, a partir del reclamo de Whitman, que lo erige como poeta de júbilo.

Diario contigo mismo (1975) evoca a Mahler en su bullicio de cauce escondido. Sus dos partes (Contigo y Con la tierra) reflejan el tránsito del preludio a la plenitud orquestal. Canciones del arco iris (1979) agrupa poemas para niños ilustrados por Luis Cano, en los que trata de familiarizar a sus jóvenes lectores con la naturaleza. Signos en fuego vivo (1979) aspira a cumplir el mandato de Holderlin, cuando encomienda a la poesía la misión de transmitir a los hombres «envuelto en cantos, el don celeste». El viaje interior de su primera parte culmina en la parábola ígnea del viaje a los otros, para descubrir cómo el fuego interior se consume y eternamente se renueva para mantenerse vivo. Cuaderno de otoño (1982) acerca su poética del ser humano genérico a la vivencia próxima de los indefensos, con plantos de conmovida sugestión. Sus cinco libros siguientes (de Madre mujer, 1987, a Poemas del sol , 1996) aguzan su acento evocativo en una secuencia autobiográfica que culmina en el júbilo discreto y reflexivo de Consagración de la primavera (1991), auténtico canto de vida y esperanza.

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