Diario de León

Amar contra el vacío y la insatisfacción

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Abundan informaciones alarmantes sobre un acentuado incremento de cuadros depresivos y de suicidios –frustrados o consumados-, en la población en general y en un porcentaje alto entre los jóvenes. Parece que la pandemia y ahora la guerra en Ucrania, con la fuerte subida del coste de la vida y la inseguridad de presente y de futuro que genera, vienen influyendo en esta situación.

¿Venimos atravesando una grave desafección personal y también social, una cierta deserción o fracaso existencial?: ¿persona fracasada?, ¿familia fracasada?, ¿educación fracasada?, ¿sociedad fracasada? Como si todo, la persona y las institucionesm, padecieran una honda crisis de sentido y de valor.

Las obras de Z. Bauman – La Modernidad líquida, 2000- y de G. Lipovetsky – La era del vacío , 2005- presentan el predominio de un tipo de persona individualista, consumista y hedonista, carente de valores auténticos y permanentes a nivel personal y de socialización, y con unas relaciones interpersonales y sociales superficiales, volubles y provisorias. Todo resulta mudable y desechable en función de las preferencias individuales. Las cosas, los productos e incluso las personas se convierten fácilmente en meros objetos de usar y tirar. Un tipo de persona auto-encumbrada en el aire, sobre el vacío, sin apoyatura firme en una identidad personal definida y decidida ni en una interrelación con las personas y con toda la realidad respetuosa, generosa y solidaria. Sería, por así decir, como el pez que se muerde la cosa, que no ve ni quiere ni realiza nada más allá de sí mismo y de su propio interés y apetencia, inmersa finalmente en un estéril, agobiante y decepcionado egocentrismo.

«¿De dónde proviene ese individualismo egocéntrico, posesivo y consumista?»

¿De dónde proviene ese individualismo egocéntrico, posesivo y consumista? Pensemos en la incomunicación y en la carencia de un verdadero amor. Incomunicación en la familia, en la escuela, en el ambiente social. Y la falta de un verdadero amor, no posesivo sino oblativo, en diálogo constante e intercambio gratuito, generoso, continuo de ideas, sentimientos, necesidades, deseos, experiencias; en una aceptación incondicional y siempre fiel... En un compartir la vida real propia y de los demás miembros de la familia, ejerciendo con responsabilidad las tareas que a cada uno competen y compartiendo también las tareas comunes, contribuyendo cada uno al bien y bienestar común, con una actitud de atención y cuidado personalizado entre todos. En resumen, se trata de vivir en un verdadero «hogar», animados siempre por el fuego vivificador del amor, en el que se comparte la vida en los aspectos positivos y a veces también negativos, en las situaciones de éxito y alegría y también en las situaciones de incertidumbre, insuficiencia, contradicción y sufrimiento, situaciones en las que la palabra perdón debiera fluir sin reparo ni demora.

Hablamos de un amor universal, extensivo a toda persona y a la naturaleza, sin exclusión. Este es el verdadero gozo del amor, que irradia en todo tiempo, lugar, situación y problema, incluso en el sufrimiento, el dolor y la muerte. Como una iluminación diáfana que reconoce y extrae la belleza y bondad originaria que anida en el fondo de cada persona y de todos los seres. Es la más verdadera y embellecedora sublimación de la realidad, nada ingenua y fantasiosa por otra parte, sino la realidad misma en su más honda identidad. Hablamos de un amor insobornable, incondicional, siempre fiel e inmune al desamor, a la indiferencia, incluso al repudio y a la violencia. Un amor que no pasa nunca. Un amor hasta la muerte.

¿Estamos soñando o fantaseando en una irrealidad retórica o meramente anhelante? Ese amor acrisolado solamente lo puede gozar y disponer quien lo haya recibido. Nadie da lo que no tiene ni es, porque no lo ha recibido ni experimentado y no ha llegado a configurar el propio ser. El amor solamente se reconoce cuando se recibe, en una experiencia real viva de ser amado, aceptado, abrazado, embriagado del mismo amor. Es en el seno de la familia principalmente –también lo debiera ser en la escuela y otros ámbitos de socialización- e inexcusablemente donde se ha de inhalar ese aroma vivificante y regocijante del amor parental-filial-fraternal.

Y el manantial originario del amor se ubica en el Misterio trascendente de la persona, de la vida y de todo ser. Es la Realidad originaria y trascendente de la Vida y del Amor, que los creyentes llamamos Dios y los cristianos hemos reconocido, por revelación, que es Padre, Hijo -y nosotros hijos en el Hijo Jesucristo- en el Amor esplendente del Espíritu Santo. Este Dios que vemos tan elevado e inaccesible pero que en realidad es Padre/Madre que tanto amó al mundo que le entregó a su propio Hijo para construir la familia universal de hijos suyos en fraternidad universal. Todo ello en Jesucristo, que nos amó hasta el extremo de dar la vida por la humanidad, por todas y cada una de las personas y renovar todas las cosas.

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