Diario de León
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Si en Ponferrada se toma la carretera que conduce a la ascensión por el Morredero, camino de Corporales en la Cabrera Alta, llegados a cierto punto, un giro en el trazado pone ante nosotros el gran farallón calizo que brota del flanco de la montaña. Allí mismo se abre una bocana a la derecha para acoger el desvío hacia el pueblo allá abajo, no por casualidad nominado Peñalba, tendido al amparo del impresionante muro blanquecino. Un indicador señala la dirección del pueblo con esta fórmula: Camino rural. El sintagma resulta cuanto menos curioso, porque en plena montaña no parece posible concebir la existencia de un camino que no sea precisamente rural. A su autor debió sin duda parecerle de justicia advertir a quien leyere sobre el peligro de las apariencias. En efecto, la vía está pavimentada, pero no por eso hay que hacerse la ilusión de que estamos en terreno urbano. De modo simétrico, cabría también advertir, en caso de encontrarse ante una plaza o calle sin asfaltar en la ciudad, con un letrero semejante, que recordara su indudable urbanidad.

De modo que camino rural: el adjetivo nos sume en el desconcierto. En tiempos ahora remotos los nacidos en un pueblo, en caso de ser preguntados, sencillamente respondían que eran de pueblo o procedían del campo. Eran por tanto legítimamente calificados como pueblerinos, campesinos, aldeanos, lugareños, incluso paganos (en cuanto habitantes de un pago). Y sin embargo, todos esos adjetivos solían tomarse en sentido peyorativo, sinónimos de ignorancia y atraso. Es clásica la figura del aldeano perdido en la ciudad, ajeno a los grandes adelantos de las ciencias, que decía la copla, objeto de toda una retahíla de piropos: cateto, palurdo, paleto, rústico, etc. Se entiende su vergüenza de confesarse de pueblo ante el urbano superior.

Las cosas han cambiado camino de la superación de esa vergüenza, pero curiosamente los promotores del cambio no fueron los campesinos, sino los urbanos, que de este modo reafirmaban su condición más alta. En cierto momento el pueblo y el campo comenzaron a ser nominados «el mundo rural» y sus vecinos «habitantes del mundo rural». Como pasó con el camino rural, también esta singular fórmula vino a redimir de sus desventuras al campo y a sus moradores pueblerinos en una oleada de Ilustración con su toque de magia impreso en una palabra divina, como las de Valle Inclán. Porque rural es un término culto, apenas desprendido del latín, y no es preciso entenderlo para quedar impresionados por su mágico sonido. Fácilmente podemos imaginar la sonrisa desconcertada del lugareño preguntado por un urbano acerca de su vida en el «mundo rural». ¿Diga?, respondería, preguntando a su vez. Por lo demás, ese lenguaje tiene otras muchas oportunidades, y así, cuando antes en el pueblo para apagar la sed se bebía agua, ahora en el mundo rural basta con hidratarse.

Lo más razonable sería mantener los términos claros y significativos, que diría D. Quijote, de la vida. Digamos sin rubor pueblo, digamos campo y dejémonos de perifollos lingüísticos para disfrazar la realidad, que sigue siendo la que es. Hay una carta conmovedora de Felipe II, escrita en Lisboa a sus hijas en Aranjuez. Confiesa el monarca dueño de medio mundo: «de lo que más soledad he tenido es del cantar de los ruiseñores, que hogaño nos los he oído, como esta casa está lejos del campo». ¿Cómo no se le ocurrió? Si hubiera escrito: lejos del mundo rural, se habría convertido ipso facto en rey del mundo entero.

De lo que se trata es de superar aquella división entre los adelantos urbanos y el atraso del campo, un problema eterno que por sí solo el sintagma mundo rural no resuelve. Ahora de lo que se trata es de que todos puedan ser ciudadanos, prescindiendo de su lugar de origen o habitación, ciudad o pueblo, porque el término ya no es local, sino legal y político: ciudadanos, pues, antes que urbanos o pueblerinos.

En el pueblo siempre corrió una veta de humor burlón respecto del urbano, tal vez expresión de una secreta envidia al ilustrado (no importa que presunto), redicho, bien vestido, de piel más blanca que la suya y ademanes suaves. Y gozaba poniéndolo en apuros: así aquel rústico que planteaba al que sabía latín «a fondo», cómo es posible «que un burro cague cuadrado, teniendo el culo redondo». Este afán brilla en una historieta que se cuenta en La Baña, donde el propósito satírico adquiere un designio inesperadamente transgresor. Se cuenta, pues, en este pueblo cabreirés que en una ocasión un hombre fue comisionado para ir a entrevistarse con el obispo. En el saludo, tras interesarse por él, como prescribe la urbanidad, añadió, en un alarde diplomático de alto vuelo, la pregunta «por la obispa y los obispines». El obispo naturalmente se enfadó y preguntó si no había otro en La Baña para tener que mandarlo a él. La respuesta se repite en La Baña con su chispa de malicia sonriente: «Todo se miró y en todo se reparó, y dijeron que pa quien yérades vos, abondábamos ños» (para quien era Ud. bastante era yo). Y semejante respuesta hubiera parecido, ya no la propia de un hombre de pueblo, sino de un ciudadano del mundo rural. Pero entonces, ay, no lo sabíamos.

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