Diario de León

¿Qué fue de Álvaro López Núñez?

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EL NOMBRE propio de algunas calles de León no dice absoluta o relativamente nada a la mayoría de sus ciudadanos (Ramiro Valbuena, Julio del Campo, condesa de Sagasta, Mariano Andrés, Rodríguez del Valle, etc.) Para que los viandantes y moradores supiésemos mejor por qué calles, paseos, avenidas o plazas andamos o moramos, el Ayuntamiento debería publicar un libro con una breve reseña sobre quién, por qué y cuándo la inscripción callejera de los personajes que las nombran. Sería el caso, por ejemplo, de Álvaro López Núñez, a quien la comisión permanente del Consistorio dedicó el 22 de julio de 1927 una avenida, siendo alcalde constitucional don Francisco Roa de la Vega («...se dio cuenta de una instancia del Sr. Presidente de la Cooperativa de Empleados Municipales para la construcción de casas baratas, solicitando que se dé el nombre de Álvaro López Núñez al trozo del Paseo del Espolón en que construye varias casas baratas y se acuerda de conformidad con lo solicitado...»); acuerdo refrendado en la sesión municipal del día 28 del mismo mes («...la calle que ha de llevar el nombre de López Núñez debe llamarse Avenida de López Núñez...»). Era homenaje a su labor de previsión social, que también le reconoció Cáceres dando su nombre a una calle y Madrid a un antiguo ambulatorio. Tenemos ahora la posibilidad de saber mucho más sobre López Núñez, a raíz de la publicación en el último número de la revista

de un excelente artículo, sobre su vida y su obra, a cargo del escritor y periodista leonés Félix Pacho Reyero.

Las varias fotografías sobre López Núñez que ilustran el artículo nos muestran a una persona en distintas fases de su vida, instantáneas de un rostro que expresa dignidad e inspira respeto. Mas, tengo en mi poder otra, proveniente del Archivo Histórico Nacional, cuyo rostro tiene una sobrecarga de horror por su mueca de terrible sufrimiento. De frente y de perfil, es ya el retrato de un cadáver del que cuelga una cartela con el número 5, tras haber sido muerto a tiros. Efectivamente, el 29 de septiembre de 1936, Álvaro López Núñez, de 71 años de edad, fue conducido junto a su hija Esther a la checa del número 9 de la calle Fomento de Madrid. Al día siguiente aparecieron sus cuerpos destrozados por las balas junto a la tapia del cementerio del Este. No se sabe lo que ocurrió en aquella noche fatídica, muy probablemente no se sabrá nunca. Lo cierto fue que, al día siguiente, como acontecía a todo cuerpo hallado con signos de violencia, promovió la presencia de un juez que ordenó el levantamiento de los cadáveres. Antes de enterrarlos, la autoridad judicial procedía a fotografiarlos de frente y de perfil, para que pudieran ser reconocidos e identificados por sus familiares en el fichero instalado en dicha sede, providencia legal que permitió que una gran parte de las víctimas no quedaran innominadas. Dado el clima «odiológico» y vindicativo reinante, a López Núñez le sobraban requisitos para ser asesinado antes de que un cierto control gubernamental mitigase la ola de terror surgido durante el verano de 1936. Una arraigada y combativa confesionalidad religiosa, haber desempeñado un alto cargo en el ministerio de Trabajo y su combatividad a los frentepopulistas a través de distintas publicaciones, le granjearon el odio de la izquierda más radical. Para su eliminación física tampoco sería ajeno el disgusto republicano por el fracaso de la toma del Alcázar de Toledo, los bombardeos sobre Madrid y las noticias de masacres efectuadas por los insurgentes en las zonas «liberadas»; pero, fundamentalmente, por la estúpida y consagrada frase del general Mola de que, además de las cuatro columnas que marchaban sobre Madrid, había una «quinta columna» que operaba en su seno.

A López Núñez, diputado en Cortes entre 1927 y 1930 y miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, se deben muchas de las ideas y medidas que durante un siglo han prevalecido en la previsión española, especialmente en mutualidades y materia de seguros. En época de las internacionales obreras, López Núñez, que junto a Maluquer y el general Marvá habían fundado el Instituto Nacional de Previsión, llevaba en la sangre una fuerte vocación de amor al prójimo en toda su dolorosa amplitud, y un verdadero entusiasmo por mejorar el nivel de vida material y moral de los desvalidos, especialmente, marginados, ancianos, niños y disminuidos. Pero tratando de reemplazar tanto la hasta entonces única política social de beneficencia como las tesis revolucionarias de corte marxista y anarcosindicalista. A socaire de un profundo y activo cristianismo, y a la sombra de la encíclica «Rerum Novarum», entendía López Núñez por justicia social la armonía entre las partes, no el triunfo por medios violentos de la clase proletaria sobre la patronal, pues con ello no se haría sino revertir la injusticia. Si, como consecuencia de la lucha de clases, ha de haber un vencedor que impone su voluntad al vencido, ¿para qué, entonces, promulgar leyes y normas de convivencia, de amor fraternal entre los hombres? Confiaba, desde su idealismo optimista cristiano, en el diálogo social, donde todas las piezas deberían coordinarse como colaboran en el funcionamiento de un reloj. La injusticia social era, para él, fundamentalmente, un problema de distribución, pero entendido metafísicamente, como desarreglo de un orden creado por Dios. Dentro de esa inquietud por los más necesitados y merced a la desgracia acaecida a los tres años a su hija Teresa, se interesó vivamente por los disminuidos, en particular por los sordomudos. Fruto de ello es el libro «El mundo silencioso», cuya lectura hoy sigue siendo provechosa. Su gran humanidad le llevó a fundar y presidir, entre otros, el Patronato de Jóvenes Abandonados y el Tribunal Tutelar de Menores. Por todo este gran empeño y labor regeneracionista, presumiblemente López Núñez tendría

in mente

en sus últimos momentos de vida

palabras no muy alejadas de éstas: «Mira que haberme pasado media vida esforzándome en remediar el sufrimiento del pueblo, luchando contra el infortunio de unos y el egoísmo de otros, y que me vea ahora condenado a morir vilmente asesinado por quienes se arrogan el derecho exclusivo de representarlo».

López Núñez culpaba en sus artículos a la clase política por la crítica situación que vivía España, a la vez que sentía gran aversión por las muchedumbres enfurecidas, cuerpo irracional que por su inconsciencia e insensatez representaba la tiranía más grosera y odiosa. El comportamiento en manada desviste al hombre de responsabilidades individuales y del principio moral incuestionable de no hacer a otros lo que no se quisiera para sí. Se enfrentó en el camino a las masas de desposeídos que reclamaban su dignidad sempiternamente desatendida, procurando remediar su situación a través de otras rutas diferentes a las de una democracia cristiana; pero en la estampida sangrienta del 36, no sólo fue desoído, sino violentamente atropellado por ellas. Y a aquel a quien esta ciudad había honrado dando su nombre a un paseo, la infamia cainita hizo que fuera «paseado». Sobre esa cara oscura de la condición humana que se lo llevó por delante, ya había advertido irónicamente el propio López Núñez en uno de sus libros: «Cuando los lobos se enteraron de que un filósofo llamado Hobbes había dicho que -˜el hombre es el lobo para el hombre-™, se reunieron en una gran asamblea y acordaron por unanimidad exigir reparación de aquella injuria».

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