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Pedro Argüelles.

Publicado por
LUIS MATEO DÍEZ | MADRID
León

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En el acompañamiento del amigo enfermo y de su desaparición irremediable, ese tiempo en el que, con la discreción necesaria, todo discurre bajo la sensación del destino que se cumple, hay tiempo para que la memoria compartida obtenga una intensidad que la renueva y la hace todavía más cordial.

Con Pedro Argüelles la amistad era ese bien más preciado que cualquier otro, si reconocemos que con la edad, y los contratiempos de la vida, de los que no nos libramos, por mucho que cada cual tenga que administrar sus desgracias, la amistad suele solidificarse para resarcirnos mejor que nunca de lo que significa. Y lo que significa no es otra cosa que el afecto puro y desinteresado, compartido con otra persona, que nace y se fortalece en el trato, si se me permite, aunque sea por deformación profesional, recurrir al Diccionario. Un bien que es un regalo de la existencia, y que contiene el recurso y el concurso de la generosidad y la comprensión y la admiración y es, además, un bien gratuito.

El amigo que era Pedro Argüelles, y puedo dar fe de lo que en su caso suponía por extensión y reconocimiento una amplitud enorme, demostraba en su personalidad, y a buen seguro en las normas profesionales, en sus capacidades para el trabajo, ese tono vital y afectuoso que confiere la confianza y el aprecio, lo que concede al bien algo así como la categoría de un don, la dádiva de una manera de ser.

Pedro Argüelles era del Valle, pertenecía a una familia de raíces ancestrales en Laciana, y fiel al destino institucionista, que fue un legado fundamental en aquellas tierras, ejercitó lo que la voluntad emprendedora asimilaba de las lecciones de las cosas, lo que las tareas laborales requieren de la imaginación y el compromiso en la sociedad en que se vive.

Tenerlo como amigo, además de ua especie de referente paternofilial, que siempre expresó entre quienes desde la amistad lo sentimos muy cerca, agradecidos de casi formar parte de su familia, redundaba en mi caso en el insistente recuerdo de otro amigo suyo, mi propio padre, que revelaba para él algo así como las esencias del «antiguo y patriarcal Concejo» del que mi padre hizo en su día memoria, y en el que tanto contaban los Argüelles.

Pedro era como el vigilante de Laciana que me marcaba, con el cariño inusitado de su desprendimiento según nos hacíamos mayores, para que el recuerdo no cesase y las resonancias ancestrales no perdieran su sentido en la modernidad, aunque compartiéramos pesarosos lo que el Valle acumulaba en su ruina y olvido.

Siempre tuvo en su familia, especialmente en Marta, unos aliados para reflorecer su memoria, esos seres que te regala la vida para comprender y ayudar en todas las vicisitudes, sabiendo todos ellos lo que para Pedro significaban las raíces, el paisaje inmediato de Caboalles, la casona familiar, la cabana en la braña, el aroma y los sabores, lo que Marta, además de la felicidad y las contrariedades compartidas, elaboraba con una sabiduría culinaria que celebrábamos los amigos y en mi caso, y muy especialmente, con el gusto que remite a lo que un niño pudo apreciar cuando nada sabía del arte de las cocinas.

Pedro Argüelles murió tranquilamente entre los suyos y cuando con Carlos Vélez me acerqué al velatorio en Pozuelo de Alarcón lo primero que me dijo Marta, serena y sonriente, era que yo sabía como cualquiera de la familia dónde estaba en aquellos momentos Pedro, supongo que antes de llegar a donde sus creencias lo encaminaran, y eso me transmitió no solo el consuelo de un viaje común, de una vigilancia amistosa, de tantos débitos contraídos con la conciencia y el amor del Valle.

A primeros de julio pasado, cuando ya el vaticinio de la desaparición se acercaba, Pedro viajó al Valle y el Valle aquellos días todavía conservaba una coloración y una luz que abrillantaba los paisajes, el verdor de la estación precedente.

Su hijo Pablo hizo las fotografías de ese regreso, un álbum que ahora ilustraba el velatorio, y donde podía recordarse a un hombre tan cansado como pletórico, tan feliz como entregado a esa pérdida que le aguardaba, sabiendo que entre los suyos quedaba una luz originaria, una raíz de emociones, memorias y pensamientos que, es a la vez, el legado que nos queda a sus amigos.

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