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Publicado por
Manuel Vilas
León

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Las únicas personas que no sucumben al mundo de las rebajas son aquellas que o bien tienen un alto poder adquisitivo o, simplemente, se han muerto. Los demás seres humanos somos devotos de las rebajas de enero. Yo soy un fan de los saldos, y además un fan con un enorme control sobre lo que compra. Una de las pocas ventajas de ser escritor es no tener horario laboral fijo. De modo que puedes plantarte en unos grandes almacenes a las diez de la mañana y disfrutar de las gangas con una cierta tranquilidad. Me deleita ver la caída de los precios. Me duele, sin embargo, que la caída no sea un verdadero y devastador hundimiento. Pues muchas de las cosas que me apetece comprar no están suficientemente rebajadas. Por ejemplo, voy detrás de una colonia maravillosa que suele costar unos 100 euros. La veo ahora a 67 euros. Me da un vuelco el corazón. Nunca la vi a ese precio. Cuando costaba 100 euros mi corazón no albergaba ni la duda. La posibilidad de ese gasto era lejanísima y por tanto no había sufrimiento. A 67 euros tampoco la puedo comprar, pero es un precio que deposita una machacona vacilación en mi pensamiento. Un desasosiego, eso es. Estoy a punto de comprarla. La dependienta me permite oler la fragancia. Como ve que mi interés es consistente, deja que me eche colonia en la cara. Naturalmente, abuso, y me echo colonia por el cuello, por la frente, por el pelo, por las manos, por las orejas. En el último momento me digo a mí mismo «bueno, hoy me ha salido gratis usar mi colonia favorita, si fuera mío el frasco no me hubiera puesto tanto, qué maravilla que el frasco no sea mío», y me marcho con el corazón ilusionado, pues he conseguido llegar al límite de la ganga, que es el «gratis total». Acto seguido, me voy a ver relojes. Estoy enamorado de uno en concreto. Pero no está rebajado. Las marcas de los relojes rebajados no me interesan lo más mínimo. El que a mí me gusta cuesta 400 euros. Pensaba que igual me lo encontraba por 200. Me enfado. ¿Por qué no está rebajado?, pregunto con decepción. La dependienta dice que no lo sabe. Qué misterioso es el mundo. El reloj que me gusta parece gozar de una intemporalidad en su precio, eso lo hace más sólido, más deseable. Me entran ganas de comprar algo que nunca pueda ser rebajado. ¿Qué comprar que nunca pierda su valor? Ah, el amor, o la amistad, o la solidaridad, o la libertad. O mucho mejor: un piso.

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