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Malabo, ciudad de mercados viv?os

Desde la independencia (1968), Malabo, que había recibido varios nombres a lo largo de la historia, se llama así en memoria del último rey bubi, Malabo Lopelo Melaka, que había opuesto una fuerte resistencia a la colonización española. Hoy la ciudad y su área metropolitana supera los 200.000 habitantes, y se alarga bajo la mirada del Pico Basilé (3.011 m y máxima cota del país. Buena visita, buenas vistas), que se observa prácticamente desde cualquier punto de la isla. Un manto nuboso, original con frecuencia –las franjas de nubes o niebla son a veces un espectáculo-, encapota su perfil. Si el día es luminoso, se puede contemplar su crestería alargada. En otra dirección aparece la silueta del Monte Camerún (volcán que supera los 4.000 m de altitud), país que junto con Gabón y el Atlántico constituyen sus límites.

ALFONSO GARCÍA

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ALFONSO GARCÍA
León

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V iajar a Guinea Ecuatorial, que algunos llaman ‘Paraíso de África’, con capital en la isleña ciudad de Malabo, exige unos requisitos previos. El primero tiene que ver con algunas vacunas necesarias, sobre lo que le informarán en el Centro de Vacunación Internacional, que en León se encuentra en la Delegación Territorial de la Junta. Recomendable acudir al centro de vacunación un mes antes de la fecha prevista de salida. Es necesario igualmente un visado de entrada, que ha de solicitarse en la embajada, con un impreso de solicitud, certificado de antecedentes penales, pasaporte en vigor y fotografía tamaño carnet. Estos últimos requisitos están siendo objeto de revisión, con la intención de facilitar la entrada al país de turistas, asunto en el que tienen fijados no pocos proyectos y esperanzas. Sea como fuere, el viaje merece, y mucho, la pena. Dos compañías operan entre Madrid y Malabo: Iberia y Ceiba. Unas seis horas de vuelo. Si el viajero desea moverse por la isla de Bioko, en la que se asienta la capital, tres o cuatro días pueden ser suficientes, aunque el adjetivo haya de entenderse solo como referencia. Nunca hay tiempo suficiente para conocer de cerca otras tierras, otras gentes, otros modos de ver el mundo. Tiene después la alternativa de viajar al continente –en avión o en barco-, visitar la segunda ciudad del país, Bata, y hacer desde allí algún que otro recorrido. Seguro que nada le defraudará..

En medio de un tráfico bastante intenso y del clásico contraste arquitectónico, lo más notable para el visitante se concentra en el centro urbano, organizado en cuadrícula, donde la arquitectura colonial española, británica y portuguesa han dejado sus huellas entremezclándose con edificios de nueva construcción. No olvide que la ciudad es una mezcla de realidades y nacionalidades, cosmopolita. El eje vertebrador es, sin duda, la catedral, neogótica, inaugurada en 1916, obra del claretiano español Luis Segarra Lleiradó. Con pequeñas vidrieras y rosetones, se distingue por la solución que busca frescura en el interior, teniendo en cuenta las temperaturas del país. Frente a la puerta, la Plaza de la Independencia, un hermoso jardín con bancos ornamentales –me recuerdan la Residencia de Ancianos de San Mamés- con imágenes ambientadas en la época de la colonia, espacio rematado precisamente con el edificio que fuera la sede de la Administración, hoy convertido en hotel, con vistas al puerto.

Muy cerca, el Palacio Presidencial, con la Biblioteca Nacional en total vecindad: una escultura del reconocido artista Leandro Mbomio –el Picasso Negro- «mezcla la esencia de África con el enigma espiritual de los fang». Apenas quinientos metros nos separan de la Casa Teodolita, la casa más antigua que se conserva en la ciudad (1902). En una esquina muy próxima, a este viajero le entusiasmó una atractiva casa de madera con un voladizo que sirve de corredor. Dentro de la arquitectura histórica, la Casa Verde –no necesita explicación el nombre-, el máximo exponente de la arquitectura colonial, construida en pino tea y con siglo y medio a sus espaldas. Objeto de una ejemplar rehabilitación, acaba de empezar a funcionar como sala de exposiciones, con presencia de artistas africanos y guineanos como línea de argumento principal.

Si se acerca a la calle que linda con el puerto, muy cerca de la Casa Verde, el que fuera Instituto de Enseñanza Media Cardenal Cisneros durante la presencia española es hoy el Centro de Cultura Ecuatoguineano, que es necesario visitar por su disposición arquitectónica y su intensa propuesta. Antes, en una esquina recoleta frecuentada por escolares, ha podido ver un precioso banco, muy deteriorado, con motivos del Quijote.

Siguiendo esta calle, una de las principales arterias de la ciudad, desembocará en la Plaza de la Mujer, con su inconfundible conjunto escultórico. Muy cerca, el Centro Cultural de España, con una permanente y atractiva programación, en cuya sede también imparte enseñanza la Uned. Este y el Centro Cultural Francés son dos referencias inevitables, que, además, sirven para hacer un descanso, tomar algo y, si se tercia, comer. Al lado, nuestra embajada, y más allá el Parque Nacional de Malabo. Dando sus últimos remates durante mi estancia en la ciudad, ha de ser una cita inexcusable. Lo mismo que el Paseo Marítimo, prácticamente acabado, varios kilómetros de cuidado diseño para pasear y disfrutar junto al Atlántico.

Como siempre repito, las ciudades se descubren. Nada mejor para ello que caminarlas, especialmente esta en que el concepto de barrio está tan marcado (carismático el de Elá Nguema, con su plaza ajardinada presidida por la iglesia salesiana de San Francisco Javier, de arquitectura colonial). Camine todo, abra bien los ojos y saque sus propias conclusiones. Eso sí, evite las fotos que puedan molestar, o pida permiso.

Los testimonios me han hecho concluir que en África hay pasión por los mercados. Guinea no podía ser menos. Malabo es otro ejemplo. Cualquier espacio, cualquier rincón sirve para sugerir la venta de cuanto se pueda comprar. A servidor le llaman especialmente la atención los establecidos en callejones, porque, al margen de visualizar otra realidad, se respira en ellos una familiaridad y vecindad incuestionables. La conversación –los guineanos siempre resultan cercanos- surge espontáneamente.

Tome nota. Los mercados. No sé por qué siento pasión por ellos. Dos especialmente. El Central y el de Semu. Le advierto, antes de nada, que los taxis son baratos, por si acaso desea utilizarlos. Una carrera no llega a un euro, unos 500 francos (la historia de la moneda y la filatelia guineanas son especialmente ricas y curiosas). Aprenderá rápidamente el mecanismo. Por el mismo precio, en el campo de fútbol La Paz, cercano al primer mercado, podrá ver algunos partidos de la liga guineana.

Recorra los mercados y sus alrededores –otra larga sucesión de muchos más mercados-. Piérdase por sus callejuelas y dependencias. Contemple, huela, disfrute. Especialmente con verduras y frutas. Con carnes y pescados. Recibirá más de una sorpresa. Seguramente, muchas. Entre ellas, estoy seguro, los contrastes entre lo occidental y lo africano en los vestidos, especialmente en las mujeres. Llama en estas la atención el sentido de la elegancia, la dignidad y el colorido. Y los peinados, que tanto cuidan y cambian, convirtiéndolos a veces en verdaderas piezas de orfebrería. En los viajes suele ser lo singular y distintivo lo que enriquece. Y singulares son también las marcas que algunas personas llevan en la frente, en la parte alta del pecho, en los brazos…, incisiones cicatrizadas que hablan de pertenencia a una etnia.

Un último apunte para acabar. Bueno, antes el penúltimo, especialmente para amantes de la literatura que, a través de ella quieran conocer algo más de este país lleno de encantos. El Hotel Bahía es famoso, entre otras cosas, por ser el escenario de la novela La Tribu, de Manu Leguineche, un libro clarificador sobre esta tierra a la que España no presta la atención que se merece. Y tiene miles de razones para hacerlo.

El pueblo guineano es un pueblo religioso. Con mayoría católica, la presencia de otras confesiones es evidente. Sobre todo católicos y protestantes, disponen de unos magníficos coros musicales. Las iglesias se convierten los domingos en una fiesta de música, color y ritmo, sobre todo del característico ntonove, que se trató de combatir por la Iglesia católica para sustituirlo por el clásico gregoriano. Inútil. Hoy el ntonove –“el gregoriano tropical”- es la auténtica música sacra centroafricana. Presumen, y con no poca razón, de que el gospel de muchos templos de Harlem se queda pequeño. No pierdan la ocasión si coinciden allí un domingo, o en Bata, en la catedral. Llevan penachos de colores para animar la misa y no faltan los movimientos rítmicos de cadera. Los xilófonos de madera animan la fiesta religiosa. Un espectáculo.

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