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Pese a lo que profetizaron algunos, infectados de utopía, lo que se derrumbará con el fin de la pandemia no será, casi con toda probabilidad, el capitalismo, sino el proyecto de vida de las masas, el ensueño de clase media universal que viajaba al extranjero con alegría, coleccionaba postales y adquiría pisos. La nuestra, vamos. La de la mayoría votante y silenciosa. Al menos durante un tiempo, es probable que la gente se tiente las vestiduras antes de meterse en gastos que no consideren imprescindibles. El ocio, el turismo, los extras que hacían la existencia algo más llevadera porque abrían la puerta de marfil de los ensueños y permitían oxigenar la rutina vital, siempre demasiado ahogada por el día a día.

Metidos a zahoríes, con una vara de avellano entre las manos, podemos prever que en el plano institucional se fortalecerá durante un tiempo lo público, acaso para luego ir olvidándolo al ritmo que marquen la bolsa y el ibex 35, pero no va a variar el sentido de posesión ni la propiedad privada. Las elites económicas, protegidas por la burbuja del dinero, llegado el caso, se las apañarán, como siempre han hecho, para aplicar la fórmula del gatopardo: que todo cambie para que nadie cambie. Lo que de verdad van a intentar trastocar con la disculpa del coronavirus —más vale que lo vayamos asumiendo— será la vida de los que somos más. Sanidad vía móvil, teletrabajo y carne de plástico son las primeras propuestas que se han puesto como punta de lanza para ir transformando la tierra poco a poco en un infierno.

Las secuelas de este largo trance, sumadas a muchos males ciertos que hemos ido labrando a base de sobreexplotar el planeta, hacen prever un empeoramiento de las condiciones para los más del mundo. Si nos dejamos, claro, si nuestro temor es mayor que nuestras ganas de vivir al día —otra enseñanza derivada de la convivencia con la muerte—, de recuperar la felicidad perdida, las experiencias, los momentos dichosos. Con toda la prudencia, pero con toda la predisposición y convencimiento. Porque tenemos miles de razones para olvidar un terrible pasado, las tenemos también para restaurar el sentido original de nuestras existencias, renegar de lo que nos parezca intolerable y, aunque un virus no sea un factor revolucionario, pese a lo que pensaban algunos, tomar de una vez por todas el toro de nuestro ser en sociedad por los cuernos.

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