Diario de León

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Los montes leoneses se guardan para sí casi todos sus secretos.

Caminamos por los caminos del bosque hacia lo alto. Quizás, bajo nuestros pies, bajo un manto de hojas secas, se esconde el campamento romano donde un soldado de hace dos mil años pasó la noche asustado bajo la niebla de esta tierra plomiza y lejana, con los ojos puestos en el cielo y recordando a los suyos en Hispalis, en su villa de Cumas o en Tarraco, o quién sabe en qué otro lugar asomado a orillas más luminosas del Mediterráneo.

O quizás pisamos la espalda ajada de un fusilado durante la guerra, con los ojos vueltos hacia el centro, un hombre que aparta una mirada que parece avergonzarse de nosotros.

O el tesoro del mouro, con su rizo dorado, con su leyenda escondida a la que ni siquiera sacan de su sueño eterno nuestros pasos.

Los montes leoneses se guardan para sí casi todos sus secretos, y a menudo a nadie parece importarle.

Es noviembre; el mes de la muerte. Recogemos el hongo en el bosque y las semillas. La avellana, la nuez, la castaña nos recuerdan que la tierra todo lo devuelve. Muerte y resurrección. Hay en este tiempo mucho enterrado, pero también el eco de lo posible, la ventana que se abre hacia el infinito y las estrellas.

Tiempo de magosto y filandón, de lumbre en la que se asan las castañas. En muchos de nuestros pueblos se celebran estas fiestas domésticas. La mirada se vuelve hacia atrás porque el futuro es cada vez más incierto. La comunión es la del vecino, el círculo se estrecha en las manos cercanas. Y las espirales se multiplican en sus giros. El fuego quema y la ceniza se despliega como una sábana que fertiliza un suelo antiguo y desesperanzado.

Poco más nos queda que ese calor humilde, el calor que deja el que se sienta a nuestro lado. Pequeñas celebraciones, pequeños gestos. Cada vez quedamos menos bajo estas noches frías, alejadas de todo. ¿Acaso no fue siempre así la vida, un universo girando sobre sí mismo, naciendo y muriendo como una tenue mariposa?

Dejamos estos pequeños testimonios y tal vez nadie nos escucha. Y, como siempre, sigue cayendo una lluvia de tierra sobre nosotros. Quedamos enterrados en el vientre del monte. Así, nos convertimos en otros secretos que quedan escondidos bajo esta tierra. Unos secretos que esperan, escondidos, a que llegue su momento y, así, germinar algún día bajo nuestros pies, en alguna primavera.

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